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lunes, 27 de julio de 2015

Cuba y Estados Unidos reabren sus embajadas - Debate en Enfoque

La orden de romper las relaciones diplomáticas entre EE.UU. y Cuba y cerrar sus respectivas embajadas llegó el 3 de enero de 1961.

Han tenido que pasar 54 años, 6 meses y 17 días, para que reabran sus embajadas en Washington y La Habana.

A pesar de este avance, aún quedan pasos importantes por dar. Para hablar de dichos temas el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, y su homólogo cubano, Bruno Rodríguez, se reunieron a puerta cerrada en el Departamento de Estado.

El de ayer fue un paso histórico y un gesto simbólico dentro de estos seis meses de intensas negociaciones para iniciar el proceso de normalización de relaciones que comenzó el pasado 17 de diciembre cuando así lo anunciaron el presidente de Cuba, Raúl Castro, y el de EE.UU., Barack Obama.

Invitados:

Sonia Alda, experta en América Latina

Guillermo Gortázar, presidente de la Fundación Hispano Cubana

Luis Pérez, presidente de la Asociación Playa Girón

David Becerra, doctor e investigador en la Universidad Autónoma de Madrid


El consenso o la lógica cultural de la democracia española

En las últimas décadas se ha instalado en España, como una suerte de sentido común, que la cultura ocupa un espacio diferenciado, autónomo, regido por sus propias normas, al margen de la política y la sociedad. En este escenario, la cultura solo rinde cuentas ante sí misma y nadie debe exigirle que intervenga, que reflexione sobre lo común, que cuestione la realidad en la que nace y se consume, que interpele al ciudadano para tratar de transformar el estado de las cosas. Estas prácticas, dirán, pertenecen al pasado, nos devuelven la imagen, ya amarillenta, del intelectual orgánico que con un aséptico estilo realista ponía la cultura –la literatura, el cine, la pintura– al servicio de la política, haciendo un flaco favor al arte, que se malograba por el camino. Esta idea se ha vuelto dominante en nuestros días, pero lo cierto es que no es más que una mistificación ideológica, pues hoy la cultura interviene más que nunca, salvo que no lo hace para cuestionar las relaciones de poder, sino para legitimarlas.
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La cultura española de las últimas décadas no ha hecho otra cosa que intervenir, celebrando y apuntalando el valor del consenso como elemento constitutivo de la estabilidad política de la España post-franquista. Sobre la configuración de la cultura del consenso, trata el libro de Luisa Elena Delgado, La nación singular. Fantasías de la normalidad democrática española (1996-2011) (Siglo XXI, 2014)*. Desde la metodología de los «estudios culturales», y en diálogo con teóricos como Rancière, Espósito o Žižek, Luisa Elena Delgado, profesora de Literatura española de la Universidad de Illinois, propone en las páginas de su ensayo un cuestionamiento de la lógica cultural de la democracia española. A través del análisis de novelas, películas, de tiras cómicas o artículos de opinión publicados en prensa, anuncios televisivos e incluso del análisis de las lecturas que se hicieron tras el Mundial del fútbol de 2010 del que salió victoriosa la selección española, nos ofrece un magnífico fresco sobre el papel que ha representado la cultura en la España post-franquista, en su función de construir y legitimar una pretendida –o mejor: fantasiosa– normalidad democrática.
La Cultura de la Transición
Todo empezó acaso con la Transición, con la configuración de lo que se ha denominado –el éxito del sintagma se lo debemos sin duda a Guillem Martínez– la Cultura de la Transición (CT). Para superar viejos conflictos y cerrar las heridas del pasado, la democracia española se construyó sobre la idea del «consenso». El sentido común de la época revelaba la necesidad de limar asperezas, de dejar de lado particularismos y excentricismos por «el bien de todos», porque solo remando conjuntamente era posible construir un futuro de prosperidad, progreso y modernidad. Y la cultura –que en absoluto es un discurso autónomo por mucho que se empeñen en ello sus mistificadores– empezó a calentar motores para legitimar discursos que cohesionaran a la sociedad española, borrando sus diferencias históricas y culturales y demonizando sus disidencias internas.
Para lograr la estabilidad y la normalidad democrática, el centro –geográfico, pero también político– necesitaba alcanzar acuerdos con la periferia. Pero lo cierto es que no hay consenso democrático cuando la otra parte no se reconoce como legítima, y finalmente se impone, como falso consenso, la visión del mundo que representa el centro, que se ve con la legitimidad de representar el todo, aunque exista una parte muy significativa de la sociedad que no se sienta en absoluto representada en ese todo. El centro se apresura, pues, a negar al otro, a la parte que no se reconoce en el todo, a borrarlo, a cuestionar su legitimidad como parte constitutiva del todo.
La cultura, lejos de subrayar la heterogeneidad del Estado español y celebrar su pluralidad, se ha encargado de borrar los particularismos que, desde el centro, se observan como elementos que hacen peligrar la normalidad democrática. Luisa Elena Delgado señala en La nación singular el modo en que las películas cuya acción transcurre en Cataluña –y pone como ejemplo Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar– se construyen sobre una borradura de la diferencia, de lo particular, cultural y lingüístico; si bien en ésta u otras películas puede aparecer, sin que ello provoque una distorsión, un personaje que hable con acento canario e incluso en inglés, es raro escuchar, aunque la acción se desarrolle en Barcelona, a alguien hablando en catalán o con acento catalán, más allá de dos fugaces y anecdóticos «adéu». Almodóvar es solo un ejemplo, apunta Delgado, de cómo se borran las lenguas periféricas peninsulares y se neutralizan ciertos acentos en la producción cultural dominante española.
La función de la cultura en la España post-franquista no ha sido otra que la de construir la fantasía de un estado normalizado, es decir, según la definición que propone Luisa Elena Delgado en La nación singular, «la idea de un Estado democrático sin antagonismos internos, con desacuerdos siempre consensuables» que «va ligada en España a la de una identidad nacional sana, esto es, coherente y cohesiva, unida en sus objetivos y en su capacidad de defenderse de los elementos extraños que amenazan su estabilidad». Todo aquello que no encaje dentro del supuesto consenso será visto como una amenaza contra la estabilidad política y social, y en consecuencia será demonizado, sea el 15M, las movilizaciones ciudadanas que son rápidamente criminalizadas o el «desafío secesionista», que es así como han definido el «derecho a decidir» aquellos que han patrimonializado lo que debe ser aceptado. Desde esta lógica, se denuncia lo que no encaja dentro del consenso y se define como factor de crispación y, por lo tanto, como potencial elemento disruptivo.
El papel de la cultura, ni neutral ni inocente
Los elementos disruptivos deben ser cohesionados, adheridos a lo que se considera «la normalidad». El papel de la cultura, en este contexto, no ha sido neutral ni inocente; muy al contrario, la cultura ha asumido la función de suturar los elementos disruptivos. La cultura ha sido el pegamento necesario que ha permitido cohesionar lo que podía llegar a fracturarse. O dicho más claramente por Luisa Elena Delgado: «la cultura se entiende como el hilo que tiene que servir para suturar la herida de la desunión y curar la patología de la desafección nacional». Y, cuando no ha sido posible la adhesión, se ha identificado al otro como el enemigo que pone en peligro la democracia en España. Esta lógica, como se explica en La nación singular, parte de la «fijación obsesiva con una otredad en reacción a la cual (a favor o en contra) se organizan nuestras propias acciones». Todo el discurso –y la acción política que del discurso deriva– termina organizándose en función de la actuación de quien se ha tildado de enemigo. Los particularismos, todo aquello que no se integra en la lógica del consenso, «se interpreta siempre como un cáncer de la nación cohesionada y funcional», argumenta Delgado
Frente al fetichismo del consenso, mito fundacional de la democracia que se presenta como el remedio para todos los males, y siempre que existe una crisis institucional se termina apelando al consenso, Luisa Elena Delgado propone en La nación singular que la construcción de una sociedad en verdad democrática no debe levantarse sobre la lógica del consenso. El consenso elimina la otredad y expulsa los particularismos en nombre de una mistificada comunidad, siempre estática, pura y sin tensiones. Toda comunidad, al contrario, es siempre conflictiva y el reconocimiento del conflicto es el primer paso para la construcción de una auténtica sociedad democrática. Frente a la lógica del consenso, Delgado propone el disenso como elemento constitutivo de la democracia. Estas son sus palabras: «la discrepancia, lejos de constituir una fractura que debe ser soldada para preservar la cohesión social y nacional, apunta precisamente a la cualidad esencial de la democracia, que consiste en la posibilidad de cuestionamiento de las formas de compartir, dividir, adjudicar y relacionarse dentro de lo común».
Una nueva forma de entender la democracia
La nación singular no es solamente un libro que analiza la cultura del consenso en la España post-franquista; además propone una nueva forma de entender la democracia, no como la borradura del otro, o en cualquier caso su asimilación por el todo, sino como el reconocimiento de la diferencia en una comunidad no mistificada, sino en permanente conflicto, en movimiento, en constante diálogo con las partes que conforman el todo. Para Delgado el disenso –y no el consenso– constituye la verdadera esencia de la democracia. De forma mucho más clara que la nuestra queda expuesto en La nación singular:
«…la expresión “democracia consensual” pone en relación dos términos contradictorios, que corresponden a dos lógicas muy diferentes. La lógica del consenso entiende la comunidad como resultado natural de una forma común de ser, la suma de todas las partes de un todo. Bajo ese prisma, la identificación con el todo es la única forma de “ser en común”, y esa forma a su vez está siempre mediada por el estado. La lógica del disenso, por el contrario, sostiene que la democracia implica un debate abierto sobre lo que constituye lo común y la división del todo. En efecto, la comunidad democrática no se puede dar nunca por cerrada, como constituida de forma permanente. Antes al contrario, tiene que existir la posibilidad de que en ella quepan formas singulares de pertenecer a ella. A la vez, la pertenencia a una comunidad no puede excluir la realidad del litigio político, ni de un antagonismo que tiene que ser reconocido y negociado. Esto implica una forma de entender la comunidad, que no se define en base a una delimitación constante de “lo nuestro”, ni en la convergencia y la cohesión ni en la aspiración siempre frustrada a la plenitud del todo. La comunidad en su sentido más democrático debe entenderse como relación transversal, como movimiento que nos pone en contacto con lo que queda fuera de nosotros, con lo que evidencia una falta que nos constituye, pero también nos relaciona con otros».
La nación singular de Luisa Elena Delgado es, pues, un libro necesario para reflexionar sobre lo que verdaderamente entendemos por democracia en un momento destituyente como el que vive España desde el 15 de mayo de 2011. Si lo llaman democracia y no lo es, si no nos representan, como gritaron las plazas, es porque una parte significativa de la sociedad no se veía reconocida como parte en un todo que fue colonizado por las élites de este país. La construcción de una nueva sociedad, más abierta, más dinámica, que no niegue el conflicto sino que lo politice, necesita desprenderse de la idea del consenso, mistificada por la cultura de la Transición, y empezar a operar con otras categorías como el disenso. Porque sin disenso, sin debate, sin el reconocimiento del otro, sin participación de la ciudadanía activa, no hay posibilidad de vivir en democracia. Lo llamarán democracia, pero no lo será.

David Becerra Mayor // Crónica Popular (20/08/2015). Fuente: http://www.cronicapopular.es/2015/07/el-consenso-o-la-logica-cultural-de-la-democracia-espanola/

“Estamos ustedes” o las luchas de resistencia en Estados Unidos


Un joven profesor español, que llegó a Atlanta a mediados de los años noventa, entra en el aula, seguramente algo nervioso. Es su primer día de clase. Quizá tenía previsto un discurso o unas palabras breves con las que inaugurar el curso, su estreno como docente. Pero al cruzar el umbral de la puerta, descubre una situación que no había podido imaginar: todos los estudiantes afroamericanos se encuentran sentados en una esquina del aula y todos los blancos en la otra. Una simbólica «línea de color» segrega a los estudiantes universitarios. Acaso con la soberbia del ignorante, tal vez por sentirse moralmente superior a ellos, este inexperto y joven profesor les dice a sus estudiantes: “Ahora mismo se acaba esta situación, se tienen que mezclar entre ustedes porque yo no pienso tolerar una situación de apartheid en mi clase, porque esto no es Sudáfrica y Mandela hace tiempo que salió de la cárcel”.
04_01_InsurgenciasEste joven profesor –hoy un reputado hispanista en Estados Unidos– es Luis Martín-Cabrera, profesor de la Universidad de California-San Diego, colaborador de rebelion.org, y autor de Insurgencias invisibles. Resistencias y militancias en Estados Unidos (La Oveja Roja, 2015), un ensayo que permite interpretar esa situación que el joven profesor encuentra en el aula, explicar los motivos por los cuales nadie estaba dispuesto a cruzar la simbólica línea, ni los blancos ni los negros; un ensayo que buscar responder por qué, cuando el profesor pronunció aquella frase, un estudiante afroamericano se levantó de su silla, miró mal encarado al profesor, salió del aula y nunca más regresó.
La experiencia y el tiempo, y su militancia en los movimientos afroamericanos y chicanos, le permiten a Martín-Cabrera entender qué sucedió aquel día. No es que solamente los blancos quieran distanciarse de los negros –que evidentemente ocurre–, también los negros rechazan mezclarse con ellos. Ven al blanco como una amenaza por la violencia simbólica que ejerce y ejecuta cada día sobre la población de color. Estar al lado de un blanco implica poder ser denunciado –sin una base sólida– en cualquier momento (y la ley siempre niega el principio de presunción de inocencia cuando se trata de un negro). El blanco observa al negro como un intruso en lo que considera sus lugares de privilegio y poder, como puede ser la universidad o, más ampliamente, un barrio o una ciudad; y usa su poder para desplazarlo de lo que considera su territorio. La presencia del negro amenaza su status y, para protegerlo, modifica la violencia física de antaño por una nueva violencia, acaso simbólica, pero no por ello menos real. Los negros, para no sufrir el desprecio blanco, su violencia racista, no tienen más remedio que construir sus propios espacios, sea la ciudad, sea en un aula.
Aunque desde el año 2009, cuando Barack Obama fue investido presidente, viene hablándose en Estados Unidos de la entrada en una etapa histórica post-racial (que un negro se proclame presidente significa que el racismo ya forma parte del pasado, argumentan), lo cierto es que desde la llegada a la Casa Blanca del presidente Obama la población afroamericana no ha conocido mejor suerte. Más bien todo lo contrario. No solo se ha incrementado la violencia contra las minorías de color en Estados Unidos sino que además han aumentado la pobreza, el desempleo, la malnutrición o la falta de acceso a la educación, o a servicios médicos adecuados en los barrios de color segregados de las grandes ciudades estadounidenses; así como también se ha registrado un crecimiento desproporcionado de encarcelamientos de personas de color y de asesinatos de personas afroamericanas. La violencia racista está a la orden del día.
Insurgencias invisibles, sin embargo, no ofrece simplemente una descripción de lo inadecuado del sintagma “sociedad post-racial” para explicar la actualidad política y social de los Estados Unidos. Martín-Cabrera no se conforma con el análisis; se introduce en las organizaciones políticas de resistencia y liberación afroamericanas para, desde su interior, siendo uno de ellos, no solo ofrecer una explicación al lector, sino también participar activamente como militante en sus organizaciones para, junto a ellos, luchar por su emancipación. Como buen lector de la famosa tesis 11 de Karl Marx, Martín-Cabrera no pretende únicamente explicar la realidad sino también transformarla.
Debido a que su trabajo y su vida se desarrollan en San Diego, California, Luis Martín-Cabrera conoce asimismo de cerca los movimientos chicanos en la frontera entre San Diego y Tijuana. Una frontera que es, como dice la escritora chicana Gloria Anzaldúa, una “herida abierta donde el tercer mundo se roza con el primero y sangra”. Una herida que no cicatriza por las asimetrías de poder entre Norte y Sur, donde con solo recorrer unos pocos metros, señala Martín-Cabrera, “se pasa de la opulencia del primer mundo a la miseria del tercero”. Una frontera que constituye una “estructura neocolonial de dominación que permite a Estados Unidos seguir canibalizando los recursos y la fuerza de trabajo de México”. Pero la frontera no es solo ese lugar físico, esa línea trazada entre San Diego y Tijuana; la frontera está en todas partes y en cada uno de los inmigrantes que viven sin documentación en Estados Unidos: la frontera es el miedo a ser deportado, la frontera es la pérdida de la identidad –un idioma y una cultura propia– para ser asimilado por la estructura de dominación, también simbólica, imperialista.
Insurgencias invisibles persigue, además, un propósito todavía más interesante, si cabe. El libro es también una reflexión sobre la escritura revolucionaria. Luis Martín-Cabrera no quiere reproducir ese tipo de escritura académica que cree que por hablar de la pobreza se resuelven los problemas asociados a la pobreza, ese discurso teórico donde las palabras suplantan a las cosas; Martín-Cabrera tampoco quiere que su escritura sea una forma de dar voz a los sin voz, como si asumiera un gesto paternalista. Martín-Cabrera quiere ser parte de esa inteligencia revolucionaria, no hablar sobre las insurgencias, sino formar parte los movimientos insurgentes: “no busco acompañar ni hablar por quienes luchan a pie de calle, aspiro a escribir desde dentro, desde el interior mismo de las luchas, codo a codo, como un participante más, sin borrar mis privilegios letrados, pero sin ceder a las tentaciones antropológicas de quienes pretender saber más que los propios oprimidos”. El autor busca diluirse en lo colectivo, borrarse, desaparecer; porque, según apunta, “la verdadera escritura revolucionaria debería abolir la firma y el nombre, y los libros deberían ser como las grandes alamedas de Allende y dar paso a un sujeto colectivo y liberado también en la escritura”. Este es uno de los grandes objetivos que persigue Insurgencias invisibles, y lo logra a través de una escritura heterogénea donde ensayo, crónica y entrevistas se entremezclan para que el autor, dando un paso atrás, deje emerger las voces de los que luchan y lucharon.
El libro de Luis Martín-Cabrera ofrece, además, una nueva visión de Estados Unidos; una visión no estática ni detenida, sino de plena ebullición de luchas políticas de resistencia y emancipación. Frente a la ideas preconcebidas sobre Estados Unidos como “un siniestro basurero capitalista poblado de obesos blancos e ignorantes que desconocen las nociones más básicas de geografía, política o cultura general”, ideas incluso alimentadas por autores como Vicente Verdú en El planeta americano (1997) o Jean Baudrillard en América de (1986), Insurgencias invisibles –sin negar que lo anterior contenga una parte de verdad– ofrece un retrato de Estados Unidos en el que todavía queda espacio para la lucha, en el que todavía las organizaciones sociales y políticas se movilizan para transformar su realidad, para enfrentarse al capitalismo y al imperialismo (exterior, pero también interior). Martín-Cabrera se pregunta, junto con los movimientos insurgentes, si en Europa “¿sabrán que estamos aquí? ¿Se podrán imaginar fuera de Estados Unidos que haya gente aquí que resista y luche?”. Contra el tópico de una sociedad pasiva y detenida, de una sociedad estática donde ya no es posible la lucha por la emancipación, Luis Martín-Cabrera nos trae estas Insurgencias invisibles para que, desde la distancia oceánica que nos separa, podamos conocer los movimientos políticos y sociales que en Estados Unidos luchan por su liberación. Insurgencias invisibles es una forma de gritar “¡estamos aquí!”, o como dirían los zapatistas: “estamos ustedes”. Si llegamos a oírlos, tal vez entenderemos que su lucha también es nuestra lucha.


David Becerra Mayor // Crónica Popular (29/06/2015). Fuente: http://www.cronicapopular.es/2015/06/estamos-ustedes-o-las-luchas-de-resistencia-en-estados-unidos/

"Año tras año" de Armando López Salinas

Cuando Armando López Salinas obtuvo el Premio Nadal en 1959 y publicó La mina en la editorial Destino en 1960, ya había escrito una primera novela. Año tras año, que así se titulaba su primera novela, que vino a ser segunda, había sido aceptada por la editorial Seix Barral, pero su publicación fue denegada por la censura. El expediente 3458-61 notifica que «no procede su publicación» a causa de atentar contra el régimen y sus instituciones, según reza el informe del censor. En las casillas dispuestas para incluir información adicional, más detallada, el informe añadía que «la obra es claramente FILOCOMUNISTA». Finalmente, y ante la imposibilidad de sortear la censura, Año tras año se publicó en Francia. Tras obtener el Premio «Antonio Machado», cuyo fallo tuvo lugar el 24 de febrero de 1962, en la simbólica ciudad de Colliure, donde descansan los restos de Antonio Machado, Año tras año se publicó en Ruedo Ibérico, parisina editorial del exilio republicano.

Si La mina de Armando López Salinas, hasta 2013, había permanecido casi treinta años sin reeditarse –y sin leerse– en España, Año tras año padeció incluso peor suerte. Hasta el año 2000, cuando se publica en la editorial Alcayuela, Año tras año no había conocido ni una sola edición en España. Se trata, pues, de una obra desterrada, de una novela que difícilmente ha sido leída en España, más allá de por aquellos lectores, muy politizados, que acudían a las librerías en cuyos sótanos sabían que podían encontrar los libros que prohibió Franco, o por los que posteriormente la encontraron, tras mucho buscar bajo el polvo, en las librerías de viejo. Pero el lector de 2015 tiene la posibilidad de leer por primera vez –o acaso releer– Año tras año sin mancharse las manos de polvo. Basta con un solo clic. Ediciones Dyskolo –un proyecto editorial que cree en libre acceso al conocimiento– acaba de publicar una edición digital de Año tras año de Armando López Salinas. Con estas palabras se define el proyecto de Dyskolo: «Nuestros libros tienen un valor, pero carecen de precio. El valor lo fija cada lector o lectora a partir de 0 y hasta 10 o hasta 1.000, y no necesita hacerlo en el momento de la descarga sino que puede regresar en cualquier momento a la página del libro y realizar su aportación. Ese dinero es en realidad una ayuda a la creación». El libro se puede descargar a través de este enlace: http://bit.ly/1FKLdL4

Esta edición digital de la primera novela de López Salinas se presenta con un exhaustivo prólogo del profesor Luis Martín-Cabrera. Año tras año es una novela que –como recuerda Martín-Cabrera– «reconstruye el tiempo que va desde la derrota en la guerra civil y la subsiguiente desarticulación de las organizaciones obreras, a la reconstitución de la movilización obrera y popular contra la dictadura franquista. La novela se cierra alrededor de un ciclo de movilizaciones que comienza en Barcelona en marzo de 1951». Año tras año narra, pues, el momento histórico de la «reconfiguración de un movimiento obrero que va a participar ya decididamente en la resistencia a la dictadura». Es importante situar históricamente la novela y, a partir de ello, aprehender su sentido histórico, pues allí se encuentra posiblemente el motivo de su silenciamiento en el post-franquismo. Porque si el franquismo silenció –i.e. censuró– Año tras año por considerarla una novela filocomunista, el post-franqusimo la ha silenciado porque la novela nos devuelve al presente una historia que no encaja en el relato dominante de la Transición. Luis Martín-Cabrera, en su introducción, lo expone de forma muy clara: «la historiografía liberal (ver, por ejemplo, La resistencia silenciosa de Jordi Gracia o La filología en el purgatorio de José Carlos Mainer) ha situado el funeral del filósofo español José Ortega y Gasset (1955) o las primeras huelgas de estudiantes que le siguieron en 1956 como el germen de las primeras protestas contra la dictadura y el principio de la reconstitución de una protoesfera pública que pronto se llenará con los “mea culpa” y los arrepentimientos de los Laín Entralgo, los Ridruejo o el distanciamiento estratégico de antiguos censores como el propio Cela. A contrapelo de esta visión, López Salinas sitúa el principio de la resistencia en el corazón de los barrios obreros y como parte de los esfuerzos de organización de un partido de clase como el PCE. No se trata aquí de disputarse el primer puesto de la lucha antifranquista, sino de recuperar la memoria de la lucha obrera que a la altura de los años sesenta ya empezaba a borrarse, sometida a las tecnologías del olvido implementadas por la dictadura». Año tras año nos devuelve al presente una historia borrada, nos recuerda que la democracia no se la debemos a quienes decidieron acostarse franquistas y amanecer demócratas un buen día, sino a quienes se organizaron en la lucha antifranquista, a quien sufrió derrotas, cárceles, torturas, privación de libertad para construir libertades colectivas. Año tras año –la narrativa de Armando López Salinas, en general– nos permite recuperar nuestra memoria histórica, tan maltratada, tan desgastada, tan desplazada por los relatos dominantes del presente.

El mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor es leer su obra. Año tras año, novela por la que deambulan los derrotados de la Guerra Civil, que malviven en una posguerra que les condena por partida doble, política y socialmente, es memoria de un tiempo que se pretende borrar, edulcorar, despolitizar. La lectura de Año tras año nos permite recordar aquellos años, homenajear a los héroes cotidianos de la posguerra española, pero a la vez recordar y homenajear a quien puso su pluma al servicio de la memoria: Armando López Salinas. A quien nunca olvidamos. Quien sigue entre nosotros.

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 285 (junio, 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4943

Literatura, ¿para qué?

¿Seguimos dándole vueltas a la misma pregunta de siempre: ¿Puede la literatura transformar el mundo o su origen burgués y su forma cerrada desactivan de inmediato su potencialidad emancipadora? ¿Debemos disputarle a la clase dominante ese discurso que hemos convenido en denominar «literatura» o debemos renunciar a él, abandonarlo a su suerte, para empezar a construir un tipo de discurso otro, bien diferenciado de la forma que adquiere el discurso dominante? ¿Tenemos que seguir escribiendo novelas y sonetos o ha llegado la hora de dejar de emular a la burguesía y empezar a escribir otra cosa, por ejemplo, panfletos? ¿Necesitamos la literatura? ¿Nos sirve la literatura para hacer la Revolución? En definitiva, literatura, ¿para qué?

Esta pregunta –y su correspondiente respuesta: a veces la literatura también se atreve a responder las preguntas que formula– acaso funcione como el eje sobre el que gira Panfleto para seguir viviendo de Fernando Díaz. Porque quizá la literatura no nos sirve si lo que pretendemos es hacer la Revolución, y tenemos que imaginar nuevas prácticas que nos conduzcan a la emancipación. Por ejemplo, militar en una organización política revolucionaria, como propone Panfleto para seguir viviendo. Porque la literatura –insiste esta novela que se autodenomina panfleto– no sirve para cambiar el mundo, sino para todo lo contrario: para dejarlo tal y como está.

Por eso Panfleto para seguir viviendo no quiere ser literatura: «a mí la literatura me la suda, os lo juro, a mí me importa producir un efecto [...]. A la mayoría de escritores y a quienes difunden a los escritores les importa que nada salga fuera. Quieren que se agiten las ondas dentro de la piscina sin que desborde». Para el autor no le sirve, porque la literatura mantiene el agua –nuestra rabia, nuestra indignación– estancada.

Pero, ¿quién es el autor de Panfleto para seguir viviendo? «No sabemos nada concreto de Fernando Díaz», se anuncia en la solapa del libro, y lo que poco que sabemos queda envuelto en un enorme halo de misterio. Sabemos su nombre, aunque la editorial afirma que es un pseudónimo –si bien personas que se dicen próximas al autor lo han desmentido y afirman que se trata de su nombre real–; creemos que su biografía se corresponde con la del protagonista de su novela/panfleto. Sabemos, o creemos saber, que tenía 13 años cuando cayó la URSS, que pertenece a la clase trabajadora y que vivió en un barrio de la periferia madrileña. Suponemos que, como el protagonista, se dedicó en su juventud al tráfico de drogas, que fue un lector compulsivo de Jack London, que en la actualidad trabaja como bedel en un instituto y que milita en un grupo político revolucionario. Eso es todo lo que podemos extraer de la lectura del libro.

Pero, ¿por qué el autor –o la autora, o los autores– se oculta detrás de un pseudónimo? O si en verdad Fernando Díaz es su nombre real, ¿por qué decide no mostrarse en público? Ciertamente, a juzgar por el contenido del libro, no parece que sea necesario ocultarse, pues no hay nada delictivo en él ni sus afirmaciones podrían poner en riesgo su integridad física ni simbólica. Salvo la reflexión sobre el estalinismo –o mejor dicho: la lectura que hace de Stalin, insertándolo en su contexto histórico para explicarlo, no para reivindicarlo–, que sí podría ocasionarle algún tipo de perjuicio al autor, el resto de la novela no es más subversivo que una novela de, por ejemplo, Belén Gopegui (por citar un caso conocido), esto es, una novela que se enfrenta al discurso dominante, una novela crítica y disidente, contrahegemónica, que cuestiona el capitalismo, pero que se distribuye, sin demasiados problemas, por los canales de difusión capitalistas. Fernando Díaz podría sobrevivir –o seguir viviendo– en el mundo literario sin correr el riesgo de ser arrestado, como viven o sobreviven otros escritores contrahegemónicos en el capitalismo.

Por lo tanto la explicación hay que buscarla en otro sitio, no en el contenido del libro, sino en la noción de literatura misma a la que se enfrenta el autor. En Panfleto para seguir viviendo se decide prescindir del autor precisamente para que este panfleto no se convierta en novela, en literatura. Quiere romper con la noción «autor» porque el mercado literario la ha convertido en una marca, porque leemos textos por sus autores y no por las ideas que los textos ponen sobre la mesa. Para evitar que su nombre de autor se convierta en marca, para evitar que la mercantilización de su nombre desactive la capacidad que tienen sus palabras para desbordar el agua de la piscina, Fernando Díaz se refugia en una suerte de anonimato. Nuestro autor sabe que si este panfleto se hace literatura, si se convierte en novela, quedará desactivada su potencia revolucionaria. Si la literatura no sirve para hacer la Revolución, entonces, parafraseando a Lenin, no podemos sino preguntarnos: literatura, ¿para qué?

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 285 (junio, 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4942

martes, 7 de julio de 2015

Reseña en Le Monde Diplomatique de La Guerra Civil como moda literaria

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La Guerra Civil como moda literaria.
David Becerra Mayor
Clave Intelectual, Madrid, 2015
464 páginas, 21 euros


Estudio literario. La Guerra Civil española ha justificado la proliferación de novelas. Casi doscientas en las últimas dos décadas. En esta moda literaria confluyen autores de distinta procedencia, tanto generacional como ideológica. A la heterogeneidad del fenómeno se unen cuestiones estéticas. "La Guerra Civil parece constituir un reclamo publicitario y cualquier trama, sea del tipo de que sea, puede funcionar mejor si el conflicto bélico nacional se encuentra presente", explica el autor del ensayo. La Guerra Civil no cumple otra función que la de ser un telón de fondo para una trama que bien podría sostenerse en otro contexto histórico. Es opinión extendida, tanto en la prensa cutural como en la crítica especializada, explicar este fenomeno como un cuestionamiento de los postulados políticos de la Transición, como un enfrantemiento al silencio y al olvido impuesto a las víctimas del conflicto bélico. "Se suelen definir como novelas de la memoria histórica, llegando, incluso, a establecer una relación directa entre el fenómeno literario y la reivindicación de la reparación moral de las víctimas". David Becerra Mayor, doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, aborda el fenómeno y nos ofrece un recorrido a través de la eclosión de la narrativa histórica. La vuelta al pasado "pone de manifiesto que nuestros novelistas han asumido que vivimos en un tiempo perfecto y cerrado, sin conflicto, interiorizando la ideología del 'Fin de la Historia'. Por otra parte, acudimos a una reconstrucción despolitizada y deshistorizada de la Historia, invitando al lector a mantener una relación complaciente con su pasado. Pese a la enorme producción (o precisamente por ella), estamos todavía faltos de ficciones que nos ayuden a saber de dónde venimos, quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí, y cómo podemos transformar nuestro tiempo", concluye el escritor Isaac Rosa en el prólogo.

Manuel S. Jardí // Le Monde Diplomatique (en español), nº 234 (abril 2015), pág. 30.