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miércoles, 24 de junio de 2015

Entrevista a Abdón Ubidia

Un paseo por los territorios de la literatura ecuatoriana: cuando el canto se convierte en llanto

 

Abdón Ubidia (Quito, 1944) es novelista, cuentista y ensayista. Es uno de los escritores más representativos de la literatura ecuatoriana actual. Organizado por la Agregaduría de Cultura de la Embajada de Ecuador en España, Ubidia ha impartido en el Museo de América de Madrid un seminario sobre literatura e historia ecuatoriana durante tres semanas. El autor de Ciudad de invierno (Alfaguara, 2014) o Sueños de lobos (Txalaparta, 2002) ha invitado a recorrer al público asistente la historia de Ecuador a través de las páginas más significativas de la novela ecuatoriana. El objetivo que se perseguía –y sin duda se ha cumplido– era crear una narrativa de narrativas de Ecuador.
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Aunque quince años antes Miguel Riofrío había publicado ya La emancipada (1863), se suele considerar que la literatura ecuatoriana se inaugura con Cumandá de Juan León Mera, de 1879. El poeta y también novelista ecuatoriano Jorge Enrique Adoum dice, sin embargo, que la literatura ecuatoriana no empieza con Cumandá sino contra Cumandá, porque si bien es esta una novela donde el mundo ecuatoriano aparece retratado por primera vez –la selva amazónica, el indio, etc.– este se mira desde una óptica europea, se observa con una mirada colonizada, podríamos decir; se idealiza la selva y se describe de una manera casi bucólica. Incluso se ha dicho que Cumandá no es sino una copia de Atala de Chateaubriand. ¿La literatura ecuatoriana empieza con Cumandá o contra Cumandá, en tu opinión?
En esta ocasión, lamento discrepar con el concepto que mantiene Jorge Enrique Adoum de Cumandá, de que solo es una novela europea o europeizante. Nadie le puede quitar cercanía con la tradición europea, pero cuando hacemos un ejercicio de literatura comparada vale más bien señalar las diferencias que no las semejanzas. Las diferencias son bien significativas y hay que tomarlas en cuenta. Las semejanzas de Cumandá y Atala son obvias, inclusive en cuanto se refiere a sus intenciones. En apariencia, al menos, Cumandá es una obra escrita para probar lo mismo que su famosa antecesora: que la realidad material no cuenta frente a la espiritual, que el cristianismo es una exigencia imperiosa para poner orden en el mundo de los indios; que el amor casto es el amor ideal. Mas, ciertamente, una lectura seria de Cumandá no se agota en estas semejanzas. Ahora que ya han pasado más de cien años de su publicación es posible ensayar una lectura comprensiva de Cumandá, una lectura histórica, una lectura que la explique, que la sitúe en el preciso marco histórico en el que nació. En mi opinión, para reconocer la singularidad de Cumandá y no verla simplemente como un calco de Atala, es necesario acudir a la base real de la novela, a su carácter histórico, que es central en la novela: el levantamiento indígena de Columbe y Guamote de 1803 (que Mera, al igual que otros historiadores de su generación, sitúa equivocadamente en 1790), con el que arranca la novela. Cumandá se escribe cuando ha ocurrido otro levantamiento, entre 1871 y 1872. Ambos levantamientos dialogan de alguna manera en la novela de Mera. La novela Cumandá se reparte entre dos escenarios: un escenario serrano en el que ocurren hechos ligados a la región indígena, como son las sublevaciones indígenas que allí tuvieron lugar. El hacendado Domingo Orozco pierde a su familia y entiende que en parte se debe al trato despótico que le dio a los indios. Cuando la novela se traslada del escenario serrano al escenario de oriente de la selva ecuatoriana, se redefine la historia maldita y el cruel hacendado pasa a ser santo misionero y el jefe de la rebelión india, un salvaje al que hay que catequizar. En estos traslados uno puede ver muchas cosas más que lo que aparentemente es una reproducción de la literatura europea.
León Mera fue garciano [partidario de García Moreno], fue cristiano y un conservador convencido, pero fue también un escritor honesto. Juan León Mera también amaba a los indígenas, con quienes se crió en una pequeña finca arrendada por su tía. Cumandá es un cuento desgarrado. En el conservadurismo hay unas ganas de negar la realidad objetiva, pero para negar la realidad objetiva hay que contarla. Porque si bien no hay literatura que sea capaz de captar total, “realmente” la realidad; tampoco hay literatura que pueda escapar eficazmente de ella, callarla u ocultarla. En ese desgarro se puede leer la realidad histórica de la novela. Juan León Mera era muy consciente de que él estaba situado en una época histórica en la que el Estado nacional se formaba. Mera fue el autor de la primera novela extensa –la novela de Miguel Riofrío era una novela breve y además fue desconocida durante muchos años–; Mera es el autor de la primera antología de cuentos propios y autor de la primera antología de la poesía quichua. Además de ser el autor de la letra del himno nacional. A pesar del execrable conservadurismo, su garcianismo, hay una mentalidad honesta de quien sabe situarse –y no todos saben– en un momento histórico clave, pero también nota sus propios desgarramientos ideológicos.

Has hecho referencia a la construcción del Estado nacional. En el seminario de literatura que acabas de impartir en Madrid, señalabas que A la costa de Luis A. Martínez, de 1904, es una novela que, acaso para legitimar el proyecto de construcción del Estado-nación ecuatoriano, convierte al mestizo en protagonista, como si representara el mestizo la identidad más adecuada para el nuevo Estado que se está constituyendo, como si el mestizo fuera el representante de la esencia del ser ecuatoriano, la metonimia del nuevo hombre ecuatoriano que tendrá que ser protagonista en la construcción del nuevo Estado nacional. ¿Cómo pasa a ocupar el mestizo esa posición central en la configuración de la nueva sociedad?
El hecho concreto es que la Revolución liberal fue hecha por mestizos, pero también hay que señalar que en toda la colonia hubo una especie de condena al mestizo. Hay muchas leyendas donde el mestizo aparece como malo y el blanco como bueno. Sin embargo, ¿qué es lo que había ocurrido? Los mestizos fueron los que lucharon por la Revolución liberal y, mal que bien, esos descendientes de la “raza maldita”, los engendros de esas dos “razas malditas” –el negro y el indio–, protagonizaron el triunfo de la Revolución. A partir de este momento empieza a haber un canto al mestizo –recordemos por ejemplo “la raza cósmica” del mexicano Vasconcelos.
A la costa se sitúa en un momento de reafirmación del Estado nacional, en los años en que ocurría la Revolución liberal, que permitió que se lograra una cantidad de transformaciones y reformas que en esos años todavía nadie había hecho: laicismo, divorcio, etc. A la costa es un canto al mestizaje. Es la primera novela realista que ya no le debe nada al romanticismo ni al costumbrismo europeo. A la costa empieza a fundar el realismo social latinoamericano. Es una novela que además legitima, de alguna manera, la construcción del Estado nacional. Para el Estado nacional necesitamos primero un territorio nacional. Entonces, qué hay que hacer: unir las regiones. ¿Cómo? Eso que el hace en la novela, con un protagonista que viaja de la sierra a la costa, lo está haciendo el ferrocarril, la infraestructura más compleja de Eloy Alfaro. Para constituirse el Estado nacional había que unir el territorio; en la literatura también, aunque fuera de modo simbólico. Pero, obviamente, necesitas un habitante para el nuevo Estado. Pero, ¿quién será ese nuevo habitante? Por un lado tienes al indio, por otro al blanco; por un lado los que tienen todo, por otro los que no tienen nada. ¿Cómo resolver esas contradicciones? Inventan al mestizo como redentor de los oprimidos. Entonces, el mestizo obtiene el poder con la Revolución liberal, pero una vez que ha sido previamente ya cantado como el habitante real, necesario, del futuro, en tanto que el mestizo representa la posibilidad de resolver todas las contradicciones generadas en el pasado. El protagonista de A la costa, conservador, caracterizado como blanco y ojiazul, aparece como una raza mal preparada para la vida; en cambio su antagonista, que es Luciano, la luz, es liberal, dinámico, es un representante del nuevo hombre que nace con la Revolución liberal. La función de A la costa es reproducir en el imaginario literario lo que era parte de la historia real. Si A la costa solo hubiera cantado al liberalismo, no hubiera quedado nada; cantó al habitante del futuro. Pero el mestizo llega al poder y no resuelve la contradicción entre ricos y pobres. Y el canto se convertirá en llanto.

Muy interesante la asociación que estableces entre la literatura y el ferrocarril. Mientras que el ferrocarril vertebra el Estado nación geográficamente, la literatura cumple la misma función de cohesionar el país a nivel simbólico e ideológico. Pero hablabas ahora de los años treinta, cuando se produce una literatura realista donde posiblemente ese Estado nacional que se estaba construyendo entra en crisis y el mestizo, cargado de connotaciones positivas en A la costa, deja de tenerlas en novelas como Huasipungo o En las calles de Jorge Icaza, y empieza a ser visto por los indios como un traidor de su raza por situarse cerca de los blancos, por ser servil al blanco e incluso reprimir al indio cuando el blanco se lo ordena, pero a la vez es visto con desprecio por el blanco por correr sangre india por sus venas. El hombre del futuro de repente, por ocupar una posición intermedia, no encuentra lugar en la sociedad ecuatoriana y sufre un rechazo por abajo y por arriba. Este cambio en la percepción del indio, ¿es resultado de la crisis del Estado nacional ecuatoriano del que hablabas, donde el mestizo iba a ocupar un papel central?
Hay que señalar el hecho de que la realidad no cambió con los mestizos en el poder. Luego, se pudo mostrar al mestizo no como el habitante del futuro, sino como el ser desgarrado del presente. Un ser escindido entre una naturaleza blanca y una realidad indígena que esconde. En toda la obra de Icaza hay un análisis de este sujeto desgarrado y contradictorio que es el mestizo. Hay una novela de Icaza, Mama Pacha, donde el protagonista quiere asumir un crimen que no cometió para ocultar que tiene una madre indígena.
Pero este desgarro dio lugar a una muy buena literatura en Ecuador. Posiblemente la década de los treinta fue el periodo de mayor concentración de grandes obras de la literatura ecuatoriana. Los años treinta constituye el boom de la literatura ecuatoriana. Cuando se nos pregunta por qué Ecuador no estuvo en el boom latinoamericano de los años sesenta siempre respondo para qué va a estar, si Ecuador ya tuvo su boom en los años treinta. Se publicó la mejor literatura ecuatoriana en esa década. Yo le escuché a Julio Cortázar decir que quedó trastornado leyendo Huasipungo y que aprendió a escribir leyendo literatura ecuatoriana, y concretamente a Icaza.
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Hay que dividir la literatura de los años treinta y la de la década los cuarenta. En los cuarenta tenemos ya las obras maduras del realismo social ecuatoriano, que empezó a gestarse con A la costa, pero en la década de los treinta tenemos las novelas que definen el realismo social. Son novelas que parten de un principio de objetividad, que hacen protagonista a un héroe gregario y tratan de hacer un inventario de la realidad, incluso en lo lingüístico, al intentar retratar en lenguaje de los indígenas, de los cholos, de los montubios. De hecho se dice que Huasipungo se ha traducido a todos los idiomas menos al castellano, para referirse al modo, sin duda verosímil y fidedigno, con que Icaza supo trasladar la lengua de los indígenas a su literatura. Ese ímpetu que se registró en los años treinta en forma de grito se encuentra en los años cuarenta ya en forma de una literatura ya reposada. Yo creo, para no mencionar tantas novelas, que es un claro ejemplo Juyungo de Adalberto Ortiz, una historia de un negro que no se reconoce como negro, porque es un negro entre mestizos, un negro entre blancos, y a lo largo de un recorrido largo en Esmeraldas, va adquiriendo conciencia del mundo, una conciencia social: no importa que seas blanco o negro, lo importante es si eres pobre o no eres pobre. Lo fantástico de esta novela es que cuando Juyungo tiene conciencia del mundo, y en términos hegelianos tiene una conciencia feliz, una conciencia desde la que puede explicar todas las cosas, en ese momento estalla la guerra entre Ecuador y Perú y se le derrumban todos los esquemas. Entonces, tiene que ir a combatir en la guerra y se enfrenta a otros pobres como él, pobres que combaten entre sí. Blancos o negros, pero están combatiendo los mismos. Y de golpe esa trabajosa conciencia del mundo, que fue una conciencia social, que él adquirió, estalla. La novela termina con una escena fabulosa: Juyungo termina loco en medio de un combate.

Una de las novelas sin duda más interesantes de la literatura ecuatoriana es Los que se van, un libro de relatos escrito por tres de los cinco miembros del Grupo de Guayaquil: Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert. Una obra que permitió que la literatura ecuatoriana perdiera su complejo de inferioridad respecto a la literatura producida en otros países de América Latina. El intelectual ecuatoriano Benjamín Carrión cuenta que, cuando se publicó Los que se van, se encontraba en París y que “cuando en charlas amistosas sobre la patria grande, entre escritores iberoamericanos, día tras día se comentaban nuevos aparecimientos de la novela, de la obra valiosa, yo, de mi Ecuador nada nuevo tenía que contar. Nada. Nada. Nada. No interesaba ya nuestro modernismo retrasado […] [Pero un día, en 1930], me llega desde Guayaquil un librito, bastante mal presentado, papel ordinario, con un título que lo mismo podía servir para un tomo de poesías románticas, como para un volumen de canciones saudosas: Los que se van. Por fin podía hablar de la nueva literatura de mi Ecuador y de la vocación de cultura de mi pequeña tierra. Soy enemigo de emplear el cuentagotas para decir mi admiración o mi disgusto. Y es por ello que, seguro de mis preferencias en mí mismo, declaro que este libro de Gil Gilbert, Aguilera Malta y Gallegos Lara, es lo mejor que, en su género haya yo leído de autor ecuatoriano”. Así recibe Benjamín Carrión Los que se van. ¿Qué opinión te merece este sentimiento de orfandad literaria de Carrión y después su sorpresa al recibir el libro?
En los años treinta tenemos unos jóvenes escritores que van en contra de toda la tradición literaria que cuidaban las normas de la Academia, y que asumen, como decía antes, el inventario lingüístico de la realidad. El subtítulo de Los que se van es claro: los cuentos del cholo y del montubio. Es un tema –digamos– “bárbaro”, si utilizamos la terminología que se empleaba entonces. Y luego, en lo formal, tiene un rigor en la forma de calcar la lengua. Son cuentos de distintos autores, pero todos ellos están escritos con la misma factura. El Grupo de Guayaquil estaba fundando la generación de los años treinta. Comparto la alegría con la que recibe el libro Benjamín Carrión.

Cuando analizas Don Goyo de Demetrio Aguilera Malta, de 1933, hablas de ella como la primera novela latinoamericana ecologista. ¿En qué se caracteriza ese tipo de novela?
En los años veinte imperaba en América Latina un tipo de novela que algunos estudiosos llamaban novela de la tierra. Doña Bárbara o La Tigra ponían en escena un conflicto fundamentalmente ideológico, que era el conflicto del hombre y la naturaleza, la civilización contra la barbarie. El voto de esos intelectuales estaba dado a favor de la civilización. Son novelas que parten de un maniqueísmo muy acusado. Don Goyo trasforma el conflicto ideológico civilización/barbarie y funda el realismo social no partiendo del conflicto entre el hombre y la naturaleza, sino entre unos y otros hombres. Es un conflicto de justicia el que hace que se inicie la rebelión. Don Goyo es la primera novela ecologista no solo porque transforma el conflicto de naturaleza/hombre, sino porque además don Goyo, el personaje, funciona como representación de la naturaleza que combate a la civilización que desde fuera viene a destruir los manglares, el lugar donde viven los cholos en el golfo de Guayaquil.

Si observamos la literatura ecuatoriana de la misma época, de los años treinta, es interesante comprobar el interés que genera, entre la intelectualidad ecuatoriana, la Guerra Civil española. En el libro de Niall Binns, Ecuador y la guerra civil española (Calambur, 2012), se observa cómo el proyecto político de la República española permite dejar atrás la idea de esa España oscurantista, inquisitorial, que miraba por encima del hombro a América Latina; la España republicana iba a permitir que la antigua metrópoli y las antiguas colonias pudieran empezar a dialogar de igual a igual, en igualdad de condiciones. Poemas como “Buenos días, Madrid” de Gil Gilbert o “Juzga, España miliciana” de Humberto Mata son un claro ejemplo. El primero dice: “Buenos días, España! / Te saludo con voz mitad de negro, mitad de indio […] Por primera vez con alegría de hombre. / Por primera vez en mis tobillos i muñecas / no arden las pulseras que España me aherrojara. // Este hombre que te odiara cinco siglos en mi sangre, / Hoy te dice por vez primera con voz de compañero: / Buenos días, Madrid”. Y el segundo: “España… la de mantos, la de la Inquisición… / Os odiaba fuertemente, con la sangre de indio y puma […] Si en lugar de alarde prepotente, erizado, / Hubieseis conquistado por amor Sierra y Yungal / Ahora hubieseis sido patrona de la América, / No dejando que salta la Independencia brusca / Para que pueblos jóvenes, más bien digamos: niños, / Se emancipen creyendo poseer su madurez… / España, Señora y Madre, / No estuviéramos ahora ahorcados por el gringo / Que luego de exprimirnos los suelos y subsuelos / Asfixia conciencias, corrompe los estados, / Daña ciudadanías, y ve en nosotros solo / Al mísero comprado, al esclavo deleznable”.
Pero no es un fenómeno exclusivamente ecuatoriano. Pensemos en Neruda, en Vallejo. Obviamente había una nostalgia de España, habíamos matado a la Madre Patria y nos quedamos huérfanos. Con la nueva España que venía con la República era natural que se estableciera un nuevo diálogo. La monarquía recordaba la época colonial y de pronto, con la República, una España nace en contra de sí misma, una España que se rebela contra aquellos a los que habían odiado los que se rebelaron en las colonias. Era un renacimiento, una España renovada que los latinoamericanos reconocían. La izquierda latinoamericana reconocía y apoyaba a la República. España era un enclave nuevo de un mundo que iba hacia el socialismo. Éramos los mismos. En América Latina se leía a Machado, a Lorca. España podía representar, entonces, esa esperanza compartida. Por eso la caída de España fue un duro golpe para el conjunto de la izquierda latinoamericana.

Haciendo un salto en el tiempo, me gustaría preguntarte por uno de los mejores escritores ecuatorianos, y latinoamericanos, Jorge Enrique Adoum y por su novela Entre Marx y una mujer desnuda. ¿Qué significó la publicación de la novela en la tradición literaria ecuatoriana?
La novela se publica en 1976. En los años 70 Ecuador pasa de ser un país bananero a ser un país petrolero. Esto lo cambió todo. Las ciudades crecieron, Quito creció cuatro veces más, al convertirse en un polo de inmigración, pero no solo interna, de gente que venía de otras zonas de Ecuador, sino también llegaron los que huían de las dictaduras del Cono Sur. De pronto la vida cotidiana se trastornó. Y en ese contexto, en la década de los setenta, empieza a asomar una cantidad de novelas nuevas, de entre las cuales destaca Entre Marx y una mujer desnuda de Jorge Enrique Adoum. La novela lleva como subtítulo “Novela con personajes”; yo le dije, en una ocasión a Jorge Enrique Adoum, que más bien debió decir “Poema con personajes”. El tratamiento del texto es el de un poema. El uso del lenguaje de Entre Marx y una mujer desnuda es tan puntilloso, tan detenido, tan hermoso, que eso es un poema con personajes. Entre Marx y una mujer desnuda no es como las novelas que contienen una sola historia, hay en el texto varias historias: la de los escritores de los años treinta, que él conoció cuando ya estaban bastante creciditos –David Andrade y Joaquín Gallegos Lara son protagonistas de la trama–, pero también la novela incluye dentro otras novelas (novela de adulterio, novela del indio, etc.).

Si hablamos de literatura ecuatoriana actual, ¿cuáles son los temas o preocupaciones más recurrentes?
Cuando llegamos al fin de siglo, al fin del milenio, parece que llegamos también al fin del mundo. Ecuador sufre una enorme crisis financiera, pierde la moneda nacional, con la devaluación que ello conlleva. En una sociedad tan cerrada, tan estrecha, tan endogámica, tan familiar, como era la ecuatoriana, de pronto, por la crisis, un millón setecientos mil ecuatorianos y ecuatorianas se vieron obligados a emigrar. Las familias monoparentales empezaron a asomar: chicos que vivían solos, sin sus padres, o sin uno de los dos padres, que recibían dinero, y que tenían dinero pero no tenían familia. Hubo mucho sufrimiento. En este contexto surge la nueva literatura ecuatoriana, una literatura que había reflejado hasta el momento fenómenos de migración interna –hemos hablado de personajes que van de la sierra a la costa–, a partir de este momento empieza a tratar el fenómeno de la migración exterior. Cada año salen títulos nuevos sobre cómo afectó a su literatura el fenómeno migratorio.

He empezado esta conversación con una frase de Adoum y voy a terminar con otra afirmación del autor de Entre Marx y una mujer desnuda. Decía Adoum que la literatura ecuatoriana no era peor que otras del continente latinoamericano –incluso era una tradición que había dado obras excelentes– pero que le faltaba un pedestal para ser vista desde lo lejos. Desde un lejos geográfico pero también temporal. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? ¿Le ha faltado a la literatura ecuatoriana un pedestal?
Esa especie de deseo de tener el reconocimiento de fuera es también una concepción colonial, creo yo. Para nada diría que Adoum padezca esa enfermedad tan frecuente. En cambio, sí diría que posiblemente quería decir otra cosa. Porque el pedestal en los años setenta para la literatura latinoamericana fueron las editoriales. Lo que ocurrió es que se produjo un fenómeno de reconocimiento de autores que ya estaban hechos y derechos. Eran autores hechos cuando les sorprendió el boom latinoamericano. Y esta fue también una moneda de dos caras: por un lado, nosotros reconocemos cuando nos reconocen; y por otro lado, el Ecuador no tuvo la suerte de haber tenido cabida en el boom latinoamericano, porque, como ya dije, ya hubo un boom en los años treinta.
Pero hay mucha tela que cortar cuando se habla de la necesidad del reconocimiento. Claro que cuanto más lean a un autor, mejor; pero yo no me olvido de esa frase de García Márquez: “escribo para que me lean mis amigos”. Y no me olvido tampoco de aquello de Ezra Pound: “escribo para tres o cuatro personas. Algunos más pueden leer los textos, pero yo he escrito para tres o cuatro personas”. Claro que también nos gusta que se nos reconozca y si publicamos en España, mejor que si no publicamos en España. Eso le ocurría a los escritores de mi generación, pero quizá ya no a los jóvenes. Porque los jóvenes ya son migrantes, estudian en las universidades de fuera, y ya no tiene sentido ese pedestal.
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David Becerra Mayor // Crónica Popular (8 junio 2015). Fuente: http://www.cronicapopular.es/2015/06/conversacion-con-abdon-ubidia-un-paseo-por-los-territorios-de-la-literatura-ecuatoriana-cuando-el-canto-se-convierte-en-llanto/

Epílogo a "El crit de les ultrecoses" de David Ruiz



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Es una idea muy extendida pensar que la ciencia-ficción es un género, tanto narrativo como cinematográfico, destinado exclusivamente al ocio y al entretenimiento. Forma parte de los lugares comunes con los que tiene que convivir este género. Claro que en parte lo merece, ya que buena parte de las llamadas novelas o películas de ciencia-ficción no persiguen otro fin que alcanzar la evasión del lector/espectador durante el tiempo que dura el ejercicio de lectura o el visionado de una película. Sin embargo existen, tanto en literatura como en cine, honrosas excepciones que nos permiten hablar de la ciencia-ficción como un género que trasciende el mero artefacto de entretenimiento, e incluso en algunos casos podemos dar con obras que constituyen excepcionales tratados de ciencia política. Piense el lector, por ejemplo, y por citar sólo dos casos sobradamente conocidos, en películas como Matrix o Avatar, donde las filigranas estéticas y los efectos especiales –desde las patadas voladoras suspendidas en el aire hasta la proyección en tres dimensiones de la película– no desplazan (pero ni siquiera logran ensombrecer) su contenido político, siendo la película de los hermanos Wachowski una honda reflexión sobre el interior/exterior de la ideología, siendo la película de James Cameron una nada disimulada denuncia ante los oscuros –quiero decir: monetarios– intereses que esconden los proyectos de cooperación internacional. La ciencia-ficción, en ocasiones, no renuncia a participar en el espacio público. Pero, ¿cómo nos acercamos, como lectores atentos, a la novela de David U. Ruiz, El Crit de les Ultracoses?: ¿Es una mera novela de evasión, cuya meta es servir de pasatiempos a un desocupado lector, o hay algo más en ella?        

             En la ciudad de Girona varias personas aparecen muertas, o aparentemente muertas, en los sofás de sus casas. Cuando la policía acude al lugar de los hechos, observa que siempre se repite un mismo patrón: la televisión encendida emite una niebla. El motivo –cuidado: contiene spoilers–: unos alienígenas espurios y etéreos utilizan la energía eléctrica de los televisores para abandonar su mundo e introducirse en el nuestro en busca de cuerpos en los que cobijarse, cuerpos que estos espíritus o ultracosas que vienen del espacio exterior, de una dimensión desconocida, necesitan usurpar para poder mantenerse en vida. Han perdido sus cuerpos y necesitan hacerse con unos nuevos para sobrevivir. De este modo proceden a ocupar los cuerpos de los televidentes que, tras pasar un primer estado de pérdida de conciencia, recuperan sus constantes vitales y, al poco, su vida normal. Todo sigue igual y nadie nota nada, nadie percibe un cambio sustancial en el modo de vivir de las personas. Pero los de antes ya no son los mismos: aunque conservan su cuerpo, llevan a los alienígenas en el interior. Los habitantes de nuestro contaminado planeta viven sus vidas de forma tan pasiva, tan alienante, que ni siquiera experimentan un cambio cuando sus cuerpos –y sus conciencias– han sido tomados por alienígenas. Parece que ya estaban demasiado acostumbrados a convivir con la alienación.
            Alienación y alienígena comparten un mismo origen etimológico. Ambas palabras forman su significado a partir de «lo ajeno»: si los alienígenas vienen de un mundo que es ajeno al nuestro, un ser alienado es aquel que se comporta como si alguien, ajeno a él, se hubiera adueñado de su conciencia. David U. Ruiz funde y confunde los términos y sus personajes sufren la alienación precisamente porque sus conciencias son controladas por alienígenas. Pero tal vez lo más interesante de El crit de les ultrecoses se localice en el instrumento del que se sirven los alienígenas para alienar a los habitantes de la ciudad de Girona: la televisión. El uso de la metáfora y de la ironía le permite a David U. Ruiz reflexionar –y colocar su mirada crítica– sobre la capacidad de desactivación social y sobre el potencial alienante que tiene la televisión en la sociedad contemporánea. La ciencia-ficción funciona, en esta novela, como una advertencia, una llamada de atención, sobre la construcción de un sujeto pasivo y alienado que, ante la televisión, pierde su conciencia crítica sobre la realidad que le rodea. En ocasiones, la ciencia-ficción –y El crit de les ultrecoses es un caso paradigmático– utiliza imágenes aparentemente alejadas de una concepción lógico-racional del mundo, pero que expresan a la perfección el funcionamiento del mismo; porque es cierto que de nuestros televisores nunca saldrán esos seres que la novela describe, ni nuestros cuerpos serán tomados por ellos; pero lo cierto es que a diario sí vemos cómo de nuestras pantallas sale algo tan fantasmal como es la ideología que se apodera de nuestros cuerpos, de nuestras conciencias, y nos aliena como alienan a los personajes de la novela de David U. Ruiz los alienígenas que salen de sus televisores.
            La relación alienación/televisión es un tema que preocupa –y que persigue– a David U. Ruiz. Aunque esta sea su primera novela, David U. Ruiz tiene a sus espaldas una prolongada carrera como director de cortometrajes. El germen de El crit de les ultrecoses se encontraba ya presente en dos cortos con los que su novela parece dialogar, y con los que comparte un vínculo temático y una reflexión crítica semejante. El primero de ellos, muy antiguo ya, mostraba a un hombre sentado en un sofá, mirando la televisión, que de pronto se pone en pie atraído por algo que la narrativa del cortometraje no especifica, se acerca al televisor, lo mira detenida y detalladamente, lo toca, lo acaricia incluso, hasta que de pronto se introduce dentro del aparato y se queda atrapado en su interior. La fascinación de la televisión atrapa a los espectadores hasta el punto que les impide vivir fuera de ella. Pero acaso El crit de les ultrecoses está más íntimamente ligado a un cortometraje más reciente titulado Noise. En el corto, con una estética de terror psicológico y psicodélico, la televisión también es la vía de escape, como sucede en la novela, de unos seres extraños que ponen en situación de riesgo a la humanidad.
            David U. Ruiz nos invita, pues, a inmiscuirnos en el mundo de la ciencia-ficción pero nos alerta de que hay que hacerlo con la conciencia activa, no vaya a ser que el potencial alienante y evasivo de la televisión se traslade al mundo de la literatura –si acaso no lo ha hecho ya– y de las páginas de su libro escapen asimismo alienígenas que quieran apoderarse de nuestra conciencia. Cuando lean, háganlo siempre con los ojos bien abiertos; si se les nubla la vista, cierren el libro rápidamente: tal vez tengan que salir corriendo.         


           

Entrevista a Marta Sanz en Buensalvaje

“El modelo femenino actual es digital, recauchutado, serializado y de pubis infantil”

 

Aunque desde algunos sectores de la crítica todavía se habla de Marta Sanz (Madrid, 1967) como una autora perteneciente a la joven narrativa española, lo cierto es que su carrera literaria es prolongada y a día de hoy cuenta con una decena de novelas publicadas, además de dos poemarios y algunos textos ensayísticos donde ofrece, mediante sólidos argumentos teóricos, los motivos por los cuales no separa en su quehacer creativo la literatura de lo político. La obra de Sanz parte de una reformulación del compromiso en la literatura, pero sin desatender el lenguaje, entendiendo que resulta necesario subvertir el lenguaje para subvertir la realidad que habitamos. Hablamos con Marta Sanz de las posibilidades de la literatura para transformar el mundo.
Empecemos por el final. En tu última novela, Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2012), se plantea el modo en que, durante la transición, se construye un nuevo modelo de mujer en la sociedad española. Nace una mujer moderna, libre y liberada de antiguos tabúes, de viejas actitudes recatadas, de un mundo donde su única función era la reproducción y el cuidado de la familia y el hogar. La transición, como una resaca del 68 francés, libera el cuerpo de la mujer para el placer. Sin embargo, en la novela muestras de una forma magistral la parte invisible del nuevo imaginario: que no hay emancipación, sino conversión de la mujer en una mercancía más, donde su cuerpo, bonito y desnudo, se convierte en un reclamo publicitario, en capital erótico, y lo que parecía contrahegemónico –y emancipador– no es más que una nueva forma de dominación de la mujer por parte del capitalismo y el patriarcado.
No sé si yo habría sabido verbalizar las intenciones de mi texto tan bien como tú, David. Me identifico con lo que dices y sólo puedo añadir que una de las cosas que yo quería contar, mientras escribía Daniela Astor y la caja negra, es cómo se relaciona la realidad con sus representaciones, porque creo que esas representaciones nunca son asépticas, sino profundamente ideológicas. La cultura y, dentro de la cultura, la representación del cuerpo de las mujeres, la reducción de las mujeres a cuerpo –al espacio de su fisiología, de su capacidad para gestar o de su potencial para la seducción-, el imaginario colectivo, inciden en la manera de valorarnos a nosotras mismas, en nuestras aspiraciones y en nuestro concepto de lo que es una mujer admirable. Durante los años que recrea la novela muchas mujeres tuvieron la sensación de soltar lastre: el de la oscuridad, la represión, la moral nacional-católica, el de una sexualidad que no se entendía más allá de la procreación y que asociaba el placer erótico de las mujeres con la suciedad. Pienso en imágenes tan intolerables para ciertas mentes como la de la masturbación femenina. En este contexto, fue un acto de higiene que Marisol se mostrara desnuda en la portada de Interviú con una flor amarilla en la mano.
Sin embargo, me parece que ese primer desvelamiento o ese pequeño entusiasmo solo forman parte de la línea continua de la historia cultural: por una parte, entroncan con el mito del cuerpo de una mujer, reducida a esencia, a musa, a estereotipo, a bello objeto de contemplación y, por otra, derivaron, como tú apuntabas hace un instante, hacia una mercantilización radical que alcanza su máxima expresión en la pornografía como banalización capitalista del sexo. Y en algo incluso más preocupante: en la homogeneización de un canon estético que no es más que el reverso formal de la idea de que existe una esencia femenina: en los tiempos que corren, esa esencia se identifica físicamente con un modelo femenino digital, recauchutado, serializado y de pubis infantil. La belleza femenina hoy pasa por la violencia quirúrgica. Por la obsesión en tener la apariencia de dibujo animado o de chica del vídeo-juego. Por parecer, no ya una joven, sino una niña eterna de rasgos occidentales. Se exagera la mitología de la mujer ideal y eso nos inflige un daño.
Somos muchas y distintas, y no podemos permitir que nuestra diferencia respecto a otros géneros nos sitúe en desventaja. Por eso, en esta novela y también en La lección de anatomía yo quería hablar del cuerpo de las mujeres, no como receptáculo maternal o como carne deseable, sino como texto donde se quedan impresos los trabajos, las experiencias, de cada una. La idea del cuerpo como texto se refleja en un lenguaje lleno de metáforas fisiológicas. También en el planteamiento de la novela subyace una analogía entre lo histórico y lo biológico: la pubertad de un país coincide con la pubertad de su narradora-protagonista. La euforia, la incertidumbre, la ilusión, el miedo, el comienzo del desencanto. Todo el libro podría interpretarse como la búsqueda de un lenguaje propio: el de una mujer que renuncia a ser musa, objeto de la narración, y se transforma en sujeto de la misma. También podría interpretarse como la expresión de un culpa: la que experimenta la narradora, Catalina, al darse cuenta de que se dejó llevar por un “deber ser” de las mujeres que no le permitió apreciar la valentía de su propia madre.
Sin darnos cuenta asumimos palabras y comportamientos que no nos corresponden, nos dejamos llevar, nos faltamos permanentemente al respeto, no desarrollamos nuestro sentido crítico y nos hacemos muchísimo daño a nosotras mismas. El feminismo de Daniela Astor parte de una vocación autocrítica y se expresa a través de una voz de mujer que reproduce y a la vez lucha contra esa mirada dominante que nos conforma y nos frustra: la mirada que no permite a Catalina valorar a su madre y que incluso la hace avergonzarse de ella, una mirada familiar, que se construye y encuentra su eco esa otra mirada pública, colectiva, que se revive en las cajas negras. La novela de aprendizaje se contrapuntea con el falso documental sobre el fantaterror español, la muerte de Sandra Mozarowsky, el cronicón amarillo de los juguetes rotos del destape, Nadiuska, Amparo Muñoz, el primer desnudo integral de nuestro cine que fue el de la Cantudo en La trastienda… La historia de Catalina y el documental que ella misma rueda son indisolubles: confesional y lo documental, lo íntimo y lo público, lo individual y lo colectivo. Posiblemente, Daniela Astor sea una novela sobre la dificultad de comprender que no somos tan libres como creemos y que esa incomprensión dificulta la posibilidad de rebelarnos.
Sigamos con la transición. Posiblemente hoy nos encontremos en un proceso destituyente donde se han empezado a cuestionar las normas de convivencia que se dio este país –o mejor: nos dieron las élites de este país– en la transición. La Constitución de 1978 parece que ya no sirve, que lejos de resolver problemas, los perpetúa; parece que la transición no fue tan inmaculada como parecía, y que el régimen nacido de ella, nuestra democracia, tiene más defectos que virtudes. ¿Daniela Astor… se enfrenta también al relato de la inmaculada transición?
Daniela Astor y la caja negra es una novela sobre la Transición que procura no usar la nostalgia como artefacto que reduce el pasado a eufemismo. Estoy de acuerdo contigo en que en esta novela hay una lectura crítica de la transición española que, para ser eficazmente crítica, debía poner también en tela de juicio las formas ideológicas y los géneros de prestigio que se inauguran en dicho periodo histórico. Creo que esa reflexión en torno a las formas, inseparables de los fondos, constituye el eje central de nuestro oficio como escritoras y escritores. Posiblemente, los dos grandes relatos de la transición sean la Constitución de 1978 y la Nueva Narrativa: el primer relato es hoy ciencia-ficción en lo que se refiere al respeto a los derechos fundamentales que recoge; el segundo sigue constituyendo el canon de nuestra literatura y, en gran medida, es la cristalización formal de la ilusiones de una socialdemocracia que nunca llegó a existir. Me parece que ahora tenemos que articular otras narraciones que, de algún modo, traten de formular otras preguntas, planteen otras tesis, reinterpreten la historia e intervengan intrépidamente en el espacio común.
En todo caso, cuando hablas de “formas ideológicas” habría que señalar que tú también utilizas en tus novelas elementos pop y otros discursos propios de la cultura popular. En Daniela Astor… este rasgo es evidente, y desfilan por sus páginas referencias a películas del fantaterror, portadas de revistas del corazón, e incluso un programa de Sálvame Deluxe. ¿Estos discursos forman parte del lenguaje del opresor, que necesitamos para hablarnos?
No creo que Daniela Astor sea una novela pop ni posmoderna. Aunque esté plagada de referencias pop y de estrategias narrativas que experimentan con los límites de los géneros. Existe una especie de obcecación crítica en identificar la posmodernidad con los juegos del lenguaje y de los géneros literarios, pero a mí me parece que hay juegos y juegos, experimentos y experimentos: en la narrativa de la posmodernidad el objetivo del juego es lograr la amenidad, la ligereza, el entretenimiento, la espectacularidad del relato encarnada, sobre todo, en el virtuosismo en el manejo de las carpinterías narrativas. Se coloca al lector en un espacio confortable y los proyectos literarios acaban siendo algunas veces metaliteratura. La realidad se reduce a sus lenguajes.
Sin embargo, existe otro tipo de experimentación con los límites que saca a los lectores de su zona de descanso, de su espacio de confort, y les propone un diálogo, una conversación, les incita de algún modo a atreverse, y en esa dinámica el objetivo principal no es el ensimismamiento en y desde el texto, sino la vuelta a la realidad. La re-sacralización de la realidad frente a la sacralización de la literatura. Ese “andamos faltos de realidades” al que se refería Marguerite Yourcernar o Alice Munro. Esa reivindicación de la “verdad” de la que habla Badiou. No me interesan demasiado ni la meta ni la endoliteratura, aunque valoro mucho algunos de sus textos y soy consciente de que la realidad también son sus representaciones: por eso soy partidaria de que los adultos no obvien la existencia de programas como Sálvame y de que los niños vean los telediarios y lean cuentos de hadas machistas, crueles y políticamente muy incorrectos; a través de la lectura de fuentes tan perversas como ésas se construye la conciencia crítica. Formulando las preguntas adecuadas e intentando responderlas.
No se trata de ejercer la censura, de tachar textos con mojigatería y una especie de autoritarismo moral, sino de enseñar a leer críticamente, de poner el acento en lo educativo frente a los fuegos artificiales de la cultura. Lo que no podemos hacer es obviar lo que existe. Me parece que hay que subrayar, con un rotulador rojo si hace falta, lo que existe y no nos gusta para hacerlo visible, obvio y, así, poderlo transformar. En todo caso, la gran contradicción de asumir ciertos riesgos formales, marcados ideológicamente, es que a veces nos alejamos de los lectores practicando una aproximación elitista a la literatura que a mí mientras estoy escribiendo me hace experimentar un montón de incertidumbres y, consecuentemente, buscar caminos. Se toma la palabra cuando uno cree que tiene algo que decir, pero también en el proceso de encontrar el lenguaje que un texto determinado necesita se van aprendiendo muchas cosas. Si no, no merecería la pena…
La escritora Marta Sanz.
La escritora Marta Sanz. Foto: Laura Pareja.
Han pasado dos años de la publicación, ya no estás de promoción, y por lo tanto nos podemos permitir spoilers: uno de los temas centrales de Daniela Astor… es el aborto. Curiosamente, a los pocos días de publicarse la novela, el ministro de Interior, el católico Jorge Fernández Díaz, dijo aquello de que abortar no era ETA, pero se parecía. En realidad, sin desearlo, tu novela fue muy oportuna: por un lado, se enfrentaba al relato de la transición, incomodando el consenso en un momento en que se empezaba a cuestionar el régimen del 78, y por otro lado, veíamos que una historia del pasado volvía a recuperar la vigencia porque aquellos contra los que se enfrentó el movimiento feminista en los ochenta seguían instalados en el poder.
Creo que, de algún modo, durante muchos años hemos vivido en una realidad que tenía mucho de fantástica. Vivimos la fantasía de que habíamos conquistado –más bien de que habían conquistado por nosotros- derechos y libertades. Vivimos la fantasía de que éramos libres, iguales y fraternos. Y nunca fuimos de verdad libres, porque desde luego nunca fuimos iguales ni mucho menos fraternos. Ni desde el punto de vista de género ni desde el punto de vista de clase. Daniela Astor se sitúa en el periodo de la transición española, pero en realidad yo la leo como una novela que habla del presente, de la crisis, de cómo la crisis ha servido como excusa para justificar todos los recortes. La crisis también ha servido para visibilizar a esa caverna que nunca se fue de aquí y que sigue conservando sus privilegios.
Me refiero a la caverna del poder económico que organiza galas de beneficencia para que nada cambie y, en la exhibición impúdica de su dinero, se pone una máscara de bondad y de generosidad que siempre necesitará de los pobres. También me refiero a los que no quieren saber o prefieren seguir instalados en su visión de que hemos alcanzado el mejor de los mundos posibles. En este sentido, me da la impresión de que muchas mujeres, desde la transición hasta ahora, fuimos víctimas de un autoengaño: creímos de verdad que habíamos alcanzado la igualdad de derechos y esa convicción, falsa pero confortable, nos desactivó. También dentro del campo cultural. Dejamos de hablar de asuntos que nos concernían y nos irritaban los congresos de mujeres. Confundimos la ghettización con la posibilidad de abordar problemas y buscar soluciones en común. Y asumimos más que nunca un imaginario cultural heredado, del que no se puede renegar, pero que debe enriquecerse con otros puntos de vista y con esas voces que han sido sistemáticamente silenciadas.
Yo me hago la autocrítica y, desde una perspectiva actual, me pregunto por qué utilicé una voz narrativa masculina para escribir una novela como Los mejores tiempos donde quería contar por qué los hijos de los progres nos habíamos hecho conservadores: ese gesto poco natural era una constatación más de que los hijos –y las hijas- de los progres nos habíamos conservadurizado, pero también apuntaba hacia la sospecha de que, si mi narradora hubiese sido una mujer, todo el relato se habría leído en una clave feminista que entonces me importaba menos de lo que me importa ahora. Muchas escritoras apostábamos por una normalización que pasaba por el intento de trascender una voz femenina estereotipada o por el hecho de que las mujeres no hablásemos solo de mujeres. Nos esforzamos en el oficio, en la equiparación en el uso de herramientas compartidas con los escritores, y dejamos en suspenso relatos que deberían haber sido contados.
La visión que dentro de la literatura o del cine se ha dado del aborto es un ejemplo de todo esto: la mirada sobre el aborto siempre ha sido machista y moralista incluso desde algunos sectores de la izquierda. Siempre se ha criminalizado y se ha practicado la doble moral del aborto bueno y del aborto malo. Para el primero existen razones –riesgo para la madre, malformaciones fetales, violación, etc. -, para el segundo no. La única “excusa” para que una mujer sana, sin problemas económicos y con pareja aborte es que está deprimida o loca, porque al fin y al cabo nos sigue funcionando en la cabeza el precioso eslogan de que “lo más bonito que le puede pasar a una mujer en la vida es ser madre” o ese otro que dice que “una mujer que no ha sido madre no es una mujer completa” o ese otro más moderno que habla de la maternidad como elemento central en el empoderamiento de la mujer y de su superioridad frente al hombre.
En Daniela Astor quería contar la historia de una mujer que decide abortar sencillamente porque no quiere tener un hijo y se siente vejada no por los médicos que le practican el aborto –eso forma parte de la imaginería tétrica con que se ha demonizado la interrupción voluntaria del embarazo-, sino por su propia familia y por un sistema jurídico que la señala socialmente y la condena a la cárcel y una existencia precaria de por vida. Esa pequeña historia de Sonia Griñán, la madre de Catalina, refleja grandes contradicciones y coloca a cierto lector en una tesitura en la que su sensibilidad puede resultar herida. Catalina lee la caja negra de sus traumas, de su incomprensión, de lo que no supo entender porque no disponía de las palabras suficientes o porque las palabras de las que disponía estaban interesadamente manchadas, y ratifica el vínculo que une lo psicológico con lo sociológico, lo cotidiano con lo político. No me pareció una mala idea reflexionar sobre la construcción de las identidades femeninas hablando del cuerpo expresado a través de dos de las metáforas de su libertad: el desnudo y el aborto.
Daniela Astor… dialoga con la novela que publicaste cuatro años antes, La lección de anatomía (RBA, 2008; reeditada en 2014 por Anagrama con algunas variaciones). Tanto en Daniela Astor… como en la reedición de La lección de anatomía, las cubiertas se ilustran con fotografías personales. Este dato no es anecdótico sino que refleja muy bien el proyecto literario que hay detrás de estas novelas: llevar «mi honestidad hasta el impudor del desnudo», dice la protagonista de La lección de anatomía. Has escrito también, en tu ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), y permíteme que parafrasee tus palabras, que el empleo de un yo autobiográfico en la novela no responde a una exhibición narcisista, sino que supone –muy al contrario– un ejercicio de autoconciencia, de honestidad y responsabilidad. En la novela española actual, el yo sirve para no hablar del nosotros y, en consecuencia, para desplazar los conflictos colectivos a favor de una suerte de lectura intimista de la conflictividad política y social. Pero, ¿se puede hacer una novela política desde el yo?
Intuyo que sí y, por eso, hago experimentos con esa posibilidad. Me parece que lo primero que deberíamos hacer es acotar a qué le llamamos materia autobiográfica, porque para mí la materia autobiográfica se relaciona con la visión del mundo de los escritores y de las escritoras: no se reduce a la transcripción mimética de los acontecimientos de la propia existencia en un libro. No tiene por qué identificarse con el recuento de las acciones de personajes que, desde la soberbia o el remordimiento, justifican con la narración una vida de pecado; tampoco tiene por qué identificarse con un recuento de actos excelentes que hagan del personaje que toma la palabra alguien ejemplar y modélico. A mí no me suelen atraer los textos autobiográficos de seres famosos o de resonancia histórica, de seres singulares que deben comprometerse con la verdad de lo que dicen y con el desvelamiento de lo que nunca fue dicho. No me interesa ese tipo de discurso religioso.
Tampoco me interesa demasiado la autoficción, como género diferenciado de la autobiografía, donde los escritores se convierten “nominalmente” en personajes de aventuras librescas o exóticas. Decidir decir yo cuando se trata de yo no es exactamente lo mismo que decir yo usando el nombre propio como recurso literario. Tampoco me interesa la mitificación de la vida interior ni los seres que se desplazan a tres centímetros del suelo. Las levitaciones. Wilde y Vonnegut matizaron con mucha gracia esa mitificación de la vida interior, del especialísimo talante de los escritores, cuando señalaron que las apariencias no engañaban y había que tener mucho cuidado con lo que uno parecía ser porque uno acababa siendo lo que parecía. Hay que escuchar a los espejos… A mí lo que me interesa es ese yo que habla en sintonía con el nosotros y escribe lecciones de geografía e historia.
En cuanto a la anatomía, en mis textos es una disciplina fundamental porque, frente al carácter etéreo de la vida interior, para mí toda esa posible vida interior está condicionada por la materia y el cuerpo, las enfermedades, el dolor de muelas, el insomnio. Me interesa el yo que habla, no desde una idiosincrasia peculiar o una excentricidad extrema, sino desde lo compartido y lo común, y que lo hace en primera persona porque resulta más natural, más honesto, y de algún modo se revela contra alguno de los mandatos de la literatura de prestigio, por ejemplo, ese precepto deleuziano que dice que la legitimidad de los relatos solo se alcanza desde la distancia de la tercera persona. Por otro lado, cada libro es una máscara, incluso el autorretrato y el desnudo son poses literarias que, sin embargo y no tan paradójicamente, a menudo dejan a quien escribe en pelotas. Todos los matices, las elecciones, son significativos cuando se escribe y cuando se lee un libro. En cuanto al asunto de las portadas, elegí la de Daniela Astor porque creo que resume bien una de las ideas principales de la novela: la mezcla de pudor y provocación en el desnudo de una niña que se tapa el pecho mientras saca morritos.
Entre estas dos novelas del yo, hay un paréntesis en el que experimentas con el género negro o policial. Publicas Black, black, black –del título se puede inferir sin duda que estamos ante una novela negra– y su secuela: Un buen detective no se casa jamás. Con Black… decías que el género policiaco resultaba un instrumento muy adecuado para hacer visible lo que Žižek denomina la violencia invisible del sistema. ¿Cómo se visibiliza esta violencia en la novela? Y, ¿por qué el género negro es el más adecuado para ello?
La violencia se visibiliza en estas novelas en dos niveles: en el de esas vidas cotidianas que reflejan la violencia del sistema económico y en el de la violencia inmanente al discurso de seducción de los géneros literarios más valorados. La lógica del neoliberalismo empapa una cotidianidad cutre, insatisfecha, marcada por la injusticia, el abandono, la exclusión, la xenofobia, el crimen y del mismo modo empapa las novelas negras como formas ideológicas que clientelizan a los lectores. La novela negra hace mucho que no es el género más adecuado para la denuncia política porque, al ser un género altamente codificado, propicia un tipo de lectura que va buscando el reconocimiento y la comodidad de los lectores: dos efectos secundarios que para mí se sitúan en las antípodas del tipo de incertidumbre que provoca la lectura de textos con una pretensión de denuncia política y social.
El carácter ultracomercial de la última novela negra nos habla de su escaso potencial crítico –el éxito masivo no suele conciliarse con las visiones artísticas más urticantes y transgresoras- y de la necesidad de ciertos lectores de tranquilizarse y sentirse buenos mientras leen. Casi podríamos decir que existe una paradoja en la transformación de un género que nace para denunciar la violencia del sistema y acaba convirtiéndose en violencia del sistema a través de la utilización de una retórica literaria que manipula a los lectores situándose por encima de ellos, trampeando, activando estrategias de seducción que en el fondo son estrategias de poder. Uno de los mecanismos de seducción más inquietantes es el de la adulación hacia los lectores, la búsqueda del ensoberbecimiento del lector como estrategia de marketing; ahora están poniendo un anuncio del banco de Santander que utiliza ese recurso: una mujer se dirige al cliente y le dice que él es quien decide, el que manda, el que siempre tiene razón y que, por eso, para el banco el cliente es siempre lo primero… Además de la circularidad del argumento y de la falsedad manifiesta de dichas afirmaciones, yo como receptora de un mensaje desconfío cuando halagan mi vanidad más de la cuenta, sospecho –y posiblemente no me equivoco- que me engañan y que las buenas palabras son una manera de darme gato por liebre…
En resumen, si no violentamos el género negro desde sus tics retóricos tranquilizadores, no seremos capaces de visibilizar esa violencia del sistema frente a la cual reaccionó en sus orígenes. A menudo el negro se reduce a parafernalia, repetición, códigos televisivos, lenguaje literario plano y pensamiento políticamente correcto. Parte del negro actual –no todo- a menudo se queda en la artificiosidad de la novela enigma, en los conejos que salen de la chistera del prestidigitador, en los golpes de efecto y en los psicópatas que son malos porque están locos y no porque sean ese tipo de víctima del sistema que acaba convirtiéndose en verdugo.
Por último, me gustaría recordar que entre esas narraciones del yo –La lección de anatomía autobiográfica, Daniela Astor y la caja negra no- y Black, black, black hay un vínculo que vuelve a relacionarse con los géneros autobiográficos; en esta última novela los códigos habituales del género policial se violentan porque algo fractura el discurso previsible y obliga al lector a formularse una pregunta que lo saca de esa zona de confort de la que hablábamos antes: en el relato de la investigación de un crimen se introduce el diario de una mujer que nos cuenta su menopausia, sus relaciones con el hijo, con el vecindario, sus hábitos buenos y malos… Un género autobiográfico, que nada tiene que ver con mi autobiografía, es el recurso empleado para producir cierto desasosiego retórico y romper con los esquemas convencionales del negro. La fractura formal y genérica aspira a tener una repercusión en el proceso de lectura y el intento de romper ciertos hábitos y prácticas de lectura, para mí, tiene algo de una acción política.
La utilización del género policial no es exclusivo de la narrativa de Marta Sanz. Autores de izquierda como Belén Gopegui, Rafael Reig o Víctor Sombra Macarrón también se han servido, en mayor o menor medida, de tramas policiacas para construir un discurso narrativo antisistema. Podemos decir que estamos viviendo una thrillerización de la novela. ¿El capitalismo, con sus tramas de corrupción, se cuenta mejor desde la novela negra?
No. Porque, como acabamos de comentar, tengo la impresión de que la novela negra se ha convertido en novela rosa y en la indagación en lo rosa es donde a lo mejor recuperamos el impulso del primer género negro. Creo que asumir esos códigos, fuertemente condicionados por la expectativa casi siempre frustrada de vender, es asumir parte de la violencia que el sistema impone. Si las formas son ideológicas –y la novela negra se ha convertido en una expresión de la ideología dominante como objeto de consumo, por el tipo de lectura que propicia y por la visión de la cultura que apuntala-, no podemos aspirar a que un género sea solo un molde que yo pueda rentabilizar para convertirlo en la pizca de azúcar que endulza la píldora amarga, en el arca o el container “digestivo” donde depositar otro tipo de contenidos ideológicos o de mensajes explícitamente políticos.
La thrillerización obligatoria de la novela, la best-sellerización, la uniformización de la novela son para mí motivo de reflexión permanente. En todo caso, cuando les damos vueltas estas cuestiones, colocamos la lectura en el territorio de la flagelación, la tortura china, el displacer, lo abstruso… Y no es así: se trata de proponer una forma de pensar juntos, en diálogo con la comunidad, a través de los textos literarios. Y esa conversación o esa tertulia pueden ser gratificantemente oscuras –a veces la oscuridad es muy estimulante-, y muy divertidas. Aunque da miedo utilizar determinadas palabras: a veces no sé de lo que hablamos cuando decimos que algo es “divertido”.
La escritora Marta Sanz.
La escritora Marta Sanz. Foto: Laura Pareja.
En tus primeras novelas –yo establezco el corte en Animales domésticos, donde hay, por primera vez, una apuesta abiertamente realista–, se observa que los conflictos de los personajes son subjetivos. Sin embargo, aunque todavía no se propone un horizonte político para solventar estos problemas individuales, se respira un malestar que pervierte el consenso que había alcanzado una sociedad que escribía su propio relato como una sociedad sin conflicto ni contradicciones. Este malestar subjetivo –que también está en las primeras novelas de Ray Loriga o en los primeros discos de Nacho Vegas– sutura el pensamiento dominante (al mostrar que todo conflicto se encuentra en el yo), pero, a la vez, es tanto el malestar, la angustia, la ansiedad manifiesta, que satura, desborda, el imaginario dominante, rompiendo el consenso de una sociedad feliz. Este hecho es un síntoma de que si el malestar se canaliza en un discurso político, se articula política y socialmente, el sistema puede agrietarse. ¿El recorrido de la narrativa de Marta Sanz es paralelo al que ha ido realizando la sociedad española?
No lo sé, David. Comparto esa visión de “romper el consenso de una sociedad feliz” y, por eso mismo, no hablaría de paralelismo respecto a la deriva de la sociedad española. Hablaría más bien de contractura. Siempre he tenido la sensación de escribir cosas cuando no tocaba escribirlas. Como los Belinchones del Manual de literatura para caníbales de Rafael Reig, pero en lugar de en plan flashback, en plan flashforward. Escribir siempre desde una posición incómoda. Desde una mirada incómoda, incluso cómicamente agorera. Por ejemplo, escribí mi novela de la crisis, Animales domésticos, en 2003. Escribí sobre la descomposición de las clases medias, sobre la precarización laboral y sobre cómo se iba ensanchando la brecha de la desigualdad. Sobre la falsedad del mito del self made man y la mentira manifiesta de esa teoría económica del goteo hacia abajo que dice que todos vamos en el mismo barco y que si los ricos se hacen más ricos eso repercute en beneficio de todos. Un año después escribí Amour Fou, una novela que ha sido publicada diez años más tarde por una editorial de Miami, La pereza: en ella describía casos de violencia policial y de torturas en las comisarías en un momento donde decir eso en el seno de la paradisiaca sociedad española era considerado un acto de mala fe, mala leche y sabotaje antidemocrático.
Precisamente ahora te iba a preguntar por Amour fou. En tu ensayo No tan incendiario hablas de totalitarismo de mercado, justo cuando como tú comentabas hace un segundo acabas de publicar Amor fou en una editorial estadounidense llamada La Pereza. Es tu última novela publicada, pero no escrita, ya que la escribiste entre 2003 y 2004. ¿Por qué no fue publicada? ¿El mercado es una nueva forma de censura? ¿O fue censura política? Recordemos que la novela habla de torturas policiales, de represión, de la marginalidad que sufren quienes se oponen al sistema…
Que el mercado sea una nueva forma censura es, en el fondo, una forma de censura política. A mí me parece que las “dos” formas de censura se vinculan: no compramos los productos culturales que nos incomodan, o bien porque tenemos una visión arcangélica de la realidad o bien porque consideramos que la cultura tiene la bien definida función de “no molestar”. Precisamente los que argumentan que el arte o la literatura no tienen una función social, son los que tienen más claro cuál es su función. En el caso de Amour Fou, creo que confluyen varios factores para que la novela fuese comprada dos veces y, sin embargo, no fuera publicada ninguna de las dos: por un lado, era un texto que no respondía a las pequeñas expectativas que se generaron en torno a mí como miembro de un posible dream team (sic) de la literatura escrita por mujeres; por otro, es una novela exigente con el lector: discursos escritos y orales que dialogan, pistas a partir de las que los lectores tienen que participar en el proceso de construcción del significado sin ampararse en el subrayado explicativo; por último, afronta temas espinosos de esos que no se quiere mirar de frente, que no se nombran y que por tanto dejan de existir: cuáles son los límites de la democracia; la normalización de símbolos de un patriotismo nacional que remite a tiempos ni tan viejos ni tan pasados sobre los que se hizo borrón y cuenta nueva; el relato como depravación; el amor como compromiso público; o la manipulación interesada del relato de la vida íntima de personajes que resultan incómodos en el espacio público…
Estamos hablando sólo de novelas. Sin embargo, Marta Sanz también es poeta. Ha publicado el poemario doble Perra mentirosa / Hardcore (Bartleby, 2010) y Vintage (Bartleby, 2013). ¿Qué te ofrece la poesía como discurso que no te ofrezca la novela?
Creo que abordo la poesía de una manera desvergonzada. No tengo miedo cuando escribo poemas. Me siento irreflexivamente segura. A menudo escribo poemas después de haber vivido una experiencia muy exigente en el proceso de escritura de una novela. Me parece que mis novelas y mis poemarios forman parte de lo mismo: siempre existe ese poso autobiográfico que pretende dar cuenta del espacio común. Está la presencia del cuerpo, del tabú y los límites. También el tema de la memoria, presente en las novelas, pero muy especialmente en Vintage, un poemario en el que procuro cuestionar las fórmulas para comercializar la memoria y reducirla a objeto de consumo retro; creo que la memoria es una facultad para construir la identidad, el relato de la identidad, y que ese relato no se puede separar de los relatos de la memoria colectiva. De la silenciada memoria de los perdedores, de esa memoria que no se convierte en nostalgia televisiva.
En Vintage el cuerpo conserva la memoria de las enfermedades, propias y ajenas, de la alimentación, de haber podido comer o no yogures cuando eras pequeño. La memoria fisiológica y personal son formas de la memoria política e histórica. En los poemarios se hace más evidente una preocupación por el lenguaje como poder y la necesidad de poner en tela de juicio los tópicos de la literatura desde dentro de la literatura. El título Perra mentirosa es una metáfora de ese tipo de literatura que se utiliza para emborronar lo real en lugar de para mostrarlo. Escribir poemas que no suenen a poemas, poemas que no sean solemnes ni sutiles ni recurran al imaginario de la poesía mona. Me gusta el humor negro, la carne cruda, escribir poemas a martillazos y novelas de género que defrauden las expectativas de los lectores: contar ese mundo donde lo negro es rosa, y lo rosa negro, como te decía antes.
Antes nos hablabas de los cuentos de hadas y recientemente has colaborado con la editorial Alkibla con la publicación de una versión de Blancanieves, en una colección donde distintos autores adaptan cuentos clásicos para un público adolescente, pero también adulto. Además, los cuentos se acompañan de fotografías de rigurosa actualidad política que, a diferencia de lo que comúnmente se hace, no sirven para ilustrar el cuento, para traducir en imágenes el cuento, sino que proponen una trama paralela. ¿Cómo es la Blancanieves de Marta Sanz?
Lo primero que me parece interesante de este proyecto es que, como tú has apuntado, la imagen no ilustra la palabra, no la subraya, no es redundante, sino que crea un relato paralelo; así el volumen tiene al menos tres niveles de lectura: el del cuento revisitado, el del excelente reportaje fotográfico de Clemente Bernad sobre las mujeres de los campamentos saharauis y el de la posibilidad de que los lectores relacionen activamente esa versión actualizada del clásico de los Grimm con las fotografías del documental. Entre dos narraciones aparentemente antagónicas existen muchos puntos de conexión: las mujeres, el desarraigo, el espíritu de lucha… Además, me gusta mucho la idea de combinar un género documental, pegado a la realidad, a las cosas a menudo desagradables e injustas que suceden todos los días, con el cuento de hadas como género de ensoñación. Creo que esa síntesis remite a la idea de que los cuentos de hadas, más allá del tópico, a veces funcionan como antípoda perfecta de la evasión y, ya desde pequeños, nos ponen en contacto con todo tipo de parafilias, perversiones, luchas de poder e iniquidades políticas.
Esa perspectiva negra de los cuentos de hadas es la que yo había procurado explotar en Un buen detective no se casa jamás, una novela plagada de referencias a La bella durmiente, Blancanieves, Piel de asno o Hansel y Gretel… Concretamente en esta versión de Blancanieves hablo del patriarcado y el machismo, y de cómo ambos fomentan la rivalidad entre mujeres. De cómo la esterilidad se ha utilizado a menudo para excluir, castigar o apartar a las mujeres. Sobre todo en formas de gobierno tan obsoletas e intrínsecamente antidemocráticas como la monarquía. En mi cuento el espejo-narrador relata cómo la madrastra se da cuenta de que Blancanieves no es su enemiga. La madrastra descubre el rostro de su enemigo como la voz poética del Blues del amo de Antonio Gamoneda. Y a partir de ahí se reescribe una historia donde una Blancanieves sensual gesta y pare enanitos al menor roce con objetos, animales o vegetales –sobre todo con los champiñones…- Mis enanitos apuntan hacia la hipótesis de que el cuento de los Grimm se base en hechos reales y los enanos sean el trasunto literario de niños trabajadores en la mina, prematuramente envejecidos por efecto de la dureza del trabajo y de la explotación.