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lunes, 23 de marzo de 2015

'Soumission': ¿ultraderechista o realista?

François cree en la literatura. Concibe la literatura como el único reducto de la sociedad contemporánea en el que todavía es posible tener la sensación de estar con alguien, de hablar con alguien. Aunque ese alguien haya muerto hace años o siglos. François realizó una tesis doctoral sobre el decadente escritor francés Joris-Karl Huysmans gracias a un programa de becas que, como "últimos residuos de una socialdemocracia agonizante", le permitió elegir a qué cosa consagrar sus días. François, aunque carece de vocación docente, es profesor de literatura en la Universidad de París III. Al principio suplía la ausencia de vocación acostándose con sus alumnas; después fue "víctima de una suerte de andropausa" que le condujo a dedicar sus noches al visionado de pornografía en internet. François, cuando mira los debates políticos de France 2, rememora las felaciones que le hacía Myriam, su novia judía de la universidad. François es un solitario y un nostálgico.

François es el protagonista de Soumission, la nueva novela de Michel Houellebecq. Publicada hace apenas una semana en Francia, en la editorial Flammarion, y sin todavía conocer la traducción española, Soumission ya está en boca de todos. Las polémicas declaraciones de su siempre controvertido autor, que coincidieron con el atentado de Charlie Hebdo, pusieron a Soumission y a Houellebecq en el centro del huracán mediático.  Pero, ¿de qué trata Soumission?

François, que no siente ningún afecto por sus semejantes y que nunca ha tenido especial interés por lo que sucedía a su alrededor, de pronto descubre cómo la política cambia su vida –cosa que le desconcierta y a la vez le repugna–. François tendrá que posicionarse, pero, ¿se enfrentará a la realidad o, por el contrario, se verá obligado a adaptarse, a someterse a ella? Parece que el título de la novela de Houellebecq es lo suficientemente explícito.

Estamos en París, en el año 2022. Se aproximan las elecciones presidenciales y todo indica que los dos candidatos que se la jugarán en la segunda vuelta serán Marine Le Pen, del Frente Nacional, y Mohamed Ben Abbes, del partido islámico Fraternidad Musulmana. El futuro de Francia pasa por un gobierno de extrema derecha que reivindica el retorno a la identidad francesa frente al proceso de islamización que sufre –a su parecer– el país, o por el ascenso al poder de la primera tentativa política del islamismo en Europa, del partido de los musulmanes franceses, que en los últimos sondeos había superado la barrera simbólica del 20% de intención de voto.

Lo que anunciaban las encuestas termina cumpliéndose y ambos partidos van a necesitar pactar con otras fuerzas políticas. Para ganar, Fraternidad Musulmana confluye en un Frente Republicano, con el PSF y el UMP, desde el que contrarrestar el ascenso de la extrema derecha de Marine Le Pen. Con la derecha tradicional comparten valores como el respecto a la familia, al patriarcado y a la religión (sea cual sea); con los socialistas, agenda en lo económico. El único escollo de la negociación es la Educación Nacional, buque insignia de la tradición socialista francesa. Un gobierno de Fraternidad Musulmana supondría –como finalmente ocurre en la novela– el fin de la educación laica, la vuelta a la segregación por sexos y la obligatoriedad de que los docentes profesen la religión islámica.

Mohamed Ben Abbes termina siendo proclamado presidente y, a partir de entonces, se legaliza la poligamia, las mujeres son relegadas al hogar y, en consecuencia, desciende en picado el desempleo. Francia sale de la crisis con Ben Abbes en el poder y, gracias a las relaciones que establece con las petro-monarquías islámicas, Francia vuelve a representar un papel potencial en la geopolítica europea y mundial.

Soumission sí capta una situación

El argumento de la novela ha servido para definir Soumission como una contribución literaria a la campaña islamófoba del Frente Nacional que lidera Marine Le Pen, si bien Houellebecq se ha defendido de tales acusaciones afirmando que su posición ante lo narrado es "neutral" y que únicamente buscaba "captar una situación". Soumission de Michel Houllebecq por supuesto que no es neutral, pero tampoco es de recibo etiquetar la novela como una suerte de panfleto que apoya las tesis de la ultraderecha francesa. Lo que sí es verdad es que, consciente o inconscientemente, Soumission sí capta una situación.

Soumission en realidad habla del agotamiento del régimen democrático francés y de la crisis de representación de la vieja política. Se desprende de las páginas de la novela que Francia está viviendo un momento destituyente que, si no se resuelve con más democracia y más participación ciudadana, serán los partidos radicales, como muestra la novela con el Frente Nacional y Fraternidad Musulmana, los que liderarán el cambio. Y el cambio puede ser a peor. Esta es –y no el miedo a la islamización de la sociedad francesa, que no es más que una consecuencia de lo primero– la mayor advertencia que le hace al lector la nueva novela de Houellebecq.

La novela, en este aspecto, es transparente. Soumission denuncia que la democracia, en Francia, se ha convertido en un "fenómeno de alternancia democrática" donde, generalmente, después de dos mandatos del candidato de centro-izquierda, los electores llevaban al poder al candidato del centro-derecha. Y nada cambia. Una democracia que funciona por inercias no puede recibir tal nombre. En esta situación, los partidos tradicionales han dejado de dar respuesta a la crisis política, económica y nacional que sufre Francia. Los que llevaron el país a la crisis no podrán sacarlo de la misma. El auge del Frente Nacional encuentra en este punto su explicación.

Decía el historiador marxista Perry Anderson, en la presentación de la New Left Review en España, el pasado mes de diciembre, que la izquierda transformadora en Francia no debía perder el tiempo, ni desgastarse políticamente, combatiendo al partido de Marine Le Pen. Para Anderson, el verdadero enemigo de la izquierda era el régimen constituido en torno a la alternancia bipartidista y no la extrema derecha; en un momento destituyente, de crisis de régimen, como el que se estaba viviendo, enfrentarse a Le Pen constituía un error que solamente fortalecía a los viejos partidos del régimen, dando lugar a que la ciudadanía, para protegerse de la extrema derecha, terminara votando por ellos, por los partidos que habían causado la crisis. 

La novela de Houellebecq parece coincidir –sin proponérselo– con el diagnóstico de Perry Anderson: el enemigo a batir es un régimen de alternancia democrática cuyas deficiencias y putrefacción bloquean toda posibilidad de cambio y que, al no resolver la crisis y aun perpetuarla con su insolvencia política, terminan generando monstruos. Como sucede en Soumission.

Pero hay un elemento más que demuestra que Houellebecq no está sino hablando de Francia como Estado fallido. Decía Ilya U. Topper, en este periódico, después del atentado de Charlie Hebdo, que Europa, y concretamente Francia, era responsable y aun cómplice del crecimiento del fundamentalismo islámico. Para Topper, el proceso de integración no sólo ha fracasado sino que ha funcionado como una máquina de producir fundamentalistas islámicos. 

La sociedad inmigrante en Europa se ha islamizado –en su opinión– debido a que los únicos lugares de sociabilización que encontraban los inmigrantes, que llegaban a Europa como mano de obra barata, eran las mezquitas. No hubo posibilidad de integración porque la sociedad francesa les plantó un muro, les cerró sus puertas. Y "así se fue creando el gueto", apunta Topper. Si hubieran existido espacios lacios de integración, la islamización no hubiera existido (o no hubiera alcanzado la magnitud conocida).

Citando una vez más la conocida frase de Walter Benjamin de que "cada ascenso del fascismo es testigo de una revolución fracasada", el filósofo esloveno Slavoj Žižek apuntó, por su parte, y a raíz también del atentado de Charlie Hebdo,  que "el aumento del radicalismo islámico no es sino correlativo a la desaparición de la izquierda secular en los países musulmanes". Esta desaparición –y he aquí de nuevo la responsabilidad de Occidente– derivó en parte de las llamadas primaveras árabes y de las invasiones que, en nombre de la libertad duradera y de la justicia infinita, pusieron fin a estados laicos en la región, para construir gobiernos islámicos pero afines a los intereses de las potencias del Norte.    

Acaso no de otra cosa nos habla Soumission de Michel Houellebecq: de que el ascenso del fascismo –adquiera la forma que adquiera– es resultado de una revolución fracasada. Las páginas de la nueva novela del escritor, que por mucho que lo pretenda su autor no puede ser neutral, nos advierten de que si esta situación captada –ese momento destituyente– no se traduce en más democracia, quizá, como a François, no nos quede otra opción que asumir que "la cumbre de la felicidad está en la más absoluta sumisión". Claro que, a diferencia de François, nosotros sí tendremos "algo que lamentar".
 


viernes, 20 de marzo de 2015

Leyendo a Hugo Chávez en el segundo aniversario de su muerte

Hoy, 5 de marzo, se cumplen dos años de la siembra de Hugo Chávez Frías. Digo siembra, y no muerte, porque Chávez no ha muerto, o al menos no ha muerto del todo. Porque no muere quien deja sembrado un legado que habrá de florecer en esta primavera consagrada llamada Revolución.
A los medios de comunicación a menudo se les olvida que la libertad de información no es un privilegio de los periodistas y sus dueños, sino que es un derecho que le pertenece al conjunto de la sociedad: la ciudadanía tiene derecho a estar informada, no intoxicada con informaciones falsas, medias verdades que en realidad son completas mentiras, tergiversaciones o manipulación de los hechos. Cuando hablan de Hugo Chávez, y de Venezuela en general, los intereses del gran capital –que financian y sustentan a los medios– se ponen por encima de la verdad.
Solo hay un modo de enfrentarnos a las mentiras de los grandes medios: leyendo y estudiando. Acudiendo a los libros que tratan sus temas con rigor. Por esta razón, en un día como hoy, quizá no haya mejor forma de entender Venezuela, de entender quién fue Hugo Chávez, que leyendo dos libros que se acercan con exhaustividad y voluntad científica e informativa, verdaderamente informativa, a Chávez y a lo se ha convenido en denominar chavismo.
El autor del primero de ellos es Alfredo Serrano Mancilla y lleva por título El pensamiento económico de Hugo Chávez (El Viejo Topo, 2014). Frente a quienes pretenden encerrar en categorías estancas y en etiquetas clásicas el pensamiento económico de Chávez, Alfredo Serrano se detiene a observar su sincretismo y el modo en que se va configurando en sus distintas fases: «Chávez desarrolla una matriz propia de pensamiento económico difícil de encajar en paradigmas predefinidos. Esto nos obliga a estudiarlo como creador de un pensamiento económico propio, con un sincretismo tan amplio, diverso y complejo que constituye un paradigma particular (…). El pensamiento económico de Chávez es pura dialéctica, inteligencia en situación, en donde se enfrentan los planos empírico y teórico, político, social, histórico y cultural. Los intentos de clasificar a Chávez en un catálogo preestablecido son infructuosos». El propio Hugo Chávez lo reconoció en una ocasión: «yo más bien creo que tengo un poquito de cada cosa que uno va recogiendo en los caminos».
Pero, ¿qué es lo que va recogiendo por el camino Hugo Chávez para construir su pensamiento? El ensayo de Alfredo Serrano Mancilla lo detalla con rigor. En una primera etapa, sostiene el autor, Chávez toma un enfoque cepalino de la economía política, esto es, asimila los postulados de la CEPAL [Comisión Económica para América Latina y el Caribe], muy en auge en los años sesenta y setenta en el subcontinente. El enfoque cepalino se asentaba sobre tres pilares: el nacionalismo, la soberanía y el anti-imperialismo. Sin cuestionar en momento alguno el modelo capitalista, el Estado asumía el papel de motor de un proceso de industrialización y desarrollo con el fin de disminuir la relación de dependencia con respecto a las potencias del Norte. Las referencias políticas –y, por extensión, económicas– de Hugo Chávez en este primer periodo eras tres: Velasco Alvarado, presidente de Perú desde el triunfo de la Revolución de la Fuerza Armada de 1968, que fue el primer general progresista y nacionalista que llevó a cabo una política humanista, poniendo en marcha un reforma agraria y nacionalizando la banca, la industria pesquera y los sectores estratégicos; Juan José Torres, presidente de Bolivia, mestizo y de familia empobrecida, que llevó a cabo también una política económica basada en la soberanía y la recuperación de las riquezas nacionales; y Omar Torrijos, presidente de Panamá, hijo de maestros rurales y de familia humilde, que luchó contra lo que denominó «colonialismo disimulado» a través de una política desarrollista nacionalista que impugnaba las imposiciones llegadas del Norte. En ningún caso se cuestionó, mediante estas políticas, el capitalismo, y acaso por esta cuestión su éxito fue relativo, cuando no estuvieron directamente abocadas al fracaso. Había, pues, que reformular estas tesis.
Chávez, entonces, incorpora a su pensamiento lo que se ha llamado el «árbol de las tres raíces»: Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. «Este triángulo de referencias iba dando contenido nacional, de patria y soberanía, a un proyecto político y económico que comenzaba a trazarse», afirma Alfredo Serrano Mancilla; y, como recuerda más adelante, Chávez resumía estas tres raíces de la siguiente forma: «la idea geopolítica de Bolívar; la idea filosófica de Simón Rodríguez; y la idea social de Ezequiel Zamora». Chávez descubre América, las raíces revolucionarias de América Latina, antes que a Marx.
A medida que la Historia avanza, se produce el «Caracazo» en 1989 y fracasa el golpe de Chávez de 1992 contra las políticas neoliberales que estaban llevando al país a la ruina, Chávez va consolidando su pensamiento político y económico, situándose cada vez más en una postura antineoliberal, si bien todavía no anticapitalista. En la cárcel de Yare, donde permanece privado de libertad desde 1992 a 1994, Chávez no desaprovecha el tiempo y se alimenta de lecturas que resultarán fundamentales para la construcción de su paradigma económico. Lee al marxista y gramsciano Jorge Giordani, al ex ministro de Economía del gobierno de Allende, Carlos Matus, y al socialista argentino Óscar Varsavsky. De sus lecturas extrae la idea de la planificación económica para llevar a cabo un correcto desarrollo económico, desde una noción radicalmente enfrentada a las teorías hegemónicas del desarrollo. Como fructuosas serán también las lecturas del marxista húngaro Istvan Mészáros, de quien asimila la noción de «transición hacia el socialismo», y de Julius K. Nyerere, líder africano de quien aprehende el concepto de «Sur», más allá de ser entendido como un punto cardinal, lo interpreta en clave geopolítica.
Este era Hugo Chávez antes de ser el Hugo Chávez que asumió la Presidencia del Gobierno de Venezuela en 1999 y que inició un proceso constituyente para devolverle al país las riendas de su destino, hasta el momento secuestrado por las políticas de ajuste neoliberal que empobrecían al pueblo y mal vendían la patria a las grandes corporaciones multinacionales. Chávez comienza una primera etapa en el gobierno con un pensamiento económico que, ni mucho menos, podemos calificar de socialista. En este momento, Chávez inaugura la Agenda Alternativa Bolivariana, cuyo enfoque era más humanístico que anticapitalista, aunque sí ya claramente antineoliberal: no cuestiona el capitalismo, sino su gestión neoliberal. Los pasos hacia el socialismo del siglo XXI no llegarían hasta el 30 de enero 2005, cuando Chávez proclama, en el Foro Social Mundial en Porto Alegre (Brasil), que la única alternativa al neoliberalismo no puede ser sino el socialismo del siglo XXI que, como señala Serrano Mancilla, «no [es] un socialismo del pasado, sino un socialismo que había que inventar, construir». Para que Chávez alcance esas posiciones Venezuela ha tenido que sufrir dos duros golpes: un golpe de Estado en abril de 2002 y un golpe de mercado en 2003. El látigo de la contrarrevolución fue el que desencadenó una Revolución socialista y bolivariana como la que, todavía hoy, sigue viva en Venezuela.
Pero, ¿en qué consiste la Revolución Bolivariana? En otro libro, tan interesante y necesario como el de Alfredo Serrano Mancilla, se describe de forma muy detallada los logros, y asimismo los retos, de la Revolución. Se titula Los siete pecados de Hugo Chávez (Yulca, 2014) y está firmado por el reputado periodista belga Michel Collon. En el libro, el autor pasa revista, desde su posición de testimonio que ha observado de cerca el proceso, a las más interesantes conquistas de la Revolución Bolivariana. La primera de ellas, y acaso la más destacada, ha sido romper el círculo vicioso de la pobreza a la que estaba condenada una parte de la población venezolana. La primera batalla, para romper el círculo, no pudo ser sino contra el analfabetismo: «El alfabetismo opera en un terrible círculo vicioso: pobre, por tanto, ignorante, por tanto, sin trabajo, por tanto, pobre. ¿Cómo salir de él?» Y añade Collon: «el hambre refuerza el círculo vicioso de la pobreza: los niños mal alimentados acceden a la escuela más tarde, presentan una memoria y una atención más débil, y en consecuencia, aprenden menos. Y abandonan la escuela tan pronto como pueden, especialmente si se requiere su trabajo para alimentar a la familia». Hay políticas que son urgentes y Chávez da de inmediato inicio a las llamadas «Misiones» para combatir el analfabetismo, la pobreza y la exclusión social. Con la «Misión Robinson», y el programa cubano «Yo sí puedo», Venezuela se proclama país libre de analfabetismo en 2005. Otras «Misiones» permiten la democratización del acceso universitario («Misión Sucre»), el derecho a la asistencia médica («Misión Barrio Adentro») o la posibilidad de acceder a la compra de alimentos a precios justos («Misión Mercal»).
Cuando Chávez alcanza el gobierno –que no el poder, que sigue en manos de la burguesía nacional e internacional– se ve obligado, por la realidad, a poner en marcha políticas urgentes que logren sacar de la pobreza y de la exclusión a miles de compatriotas de manera inmediata. Pero a la vez se trabaja con un horizonte más lejano, y asimismo se pone en marcha una política a largo plazo capaz de transformar, de forma radical, el funcionamiento del sistema y sus instituciones. Profundiza la democracia aumentando la participación ciudadana, permitiendo que las decisiones sobre el destino nacional se tomen de forma soberana y no obedeciendo los mandatos de los organismos multilaterales extranjeros; crea la figura del referéndum revocatorio para que se pueda someter a nuevas elecciones al mandatario aun cuando no haya terminado su legislatura; empodera a la ciudadanía a través de los Círculos Bolivarianos y los Consejos Municipales, que integran tanto a partidarios chavistas como a sus opositores, y que tienen la función de «supervisar la aplicación de las decisiones de las autoridades locales y de controlar el uso de los presupuestos»; fomenta la participación de los trabajadores en la toma de decisiones de las empresas en las que desarrollan su actividad laboral y se promociona la fundación de cooperativas y empresas mixtas que trabajen al servicio del desarrollo endógeno de cada territorio o región.
Con todo lo anterior, ¿cómo es posible que se trate a Chávez de dictador y, desde algunos sectores, no se reconozca que Venezuela es una auténtica democracia? Porque Chávez no se ha sometido al poder de los medios de comunicación ni ha bajado la cabeza ante los Estados Unidos. Chávez ha cuestionado el poder hegemónico global, y los poderosos no se lo perdonan. Por eso no dejan de golpear a Venezuela: golpes de Estado, golpes de mercado, golpes mediáticos.
No perdonan que Chávez haya restituido la esperanza por una vida digna y mejor en América Latina, un continente acostumbrado a la pobreza, que había naturalizado la desigualdad, como si de un mal endémico se tratara. Chávez le dijo al continente –y al mundo– que la pobreza no caía del cielo, sino que era resultado de unas políticas económicas concretas, que ponían a los intereses de los mercados por encima de las personas. A pesar del relato que tratan de construir los medios, Chávez ha materializado un sueño por muchos compartido: que otro mundo es posible, que podemos vivir fuera del neoliberalismo.
Lo que sucede es que cuando los pobres gobiernan, los ricos se manifiestan.

David Becerra Mayor // Publicado en La Marea (5 de marzo de 2015). Fuente: http://www.lamarea.com/2015/03/05/leyendo-a-chavez-en-el-segundo-aniversario-de-su-muerte/

50 sombras de Grey: erotismo de autoayuda

Espiando una conversación en el autobús, escucho cómo una mujer –que roza los sesenta– le cuenta a su compañera de viaje: “Cuando leo Cincuenta sombras de Grey, pienso en Pedro Sánchez”. Una confesión de esta índole bien podría servir para reafirmar que, en efecto, la novela E. L. James no es sino “pornografía para mamás”; pero, más allá de etiquetas, la pregunta que debemos formularnos es: ¿Por qué gusta tanto Cincuenta sombras de Grey, principalmente entre mujeres mayores de 30 años?, ¿a qué se debe el éxito de una novela que convierte el sadomasoquismo en el verdadero protagonista de su trama? La socióloga y crítica literaria Eva Illouz nos da la respuesta en Erotismo de autoayuda: Cincuenta sombras de Grey y el nuevo orden romántico (Clave Intelectual/Kats, 2014).
Para dar con la respuesta, Illouz expone, en primer lugar, una suerte de teoría del best seller donde, además de historizar el género, trata de explicar los motivos por los que unos libros, y no otros, se convierten en auténticos fenómenos de masas. Para Illouz, un libro logra ser un éxito de ventas cuando se define “por su capacidad de captar valores y actitudes que, o bien ya son dominantes y están ampliamente institucionalizados, o están suficientemente difundidos para que un medio cultural pueda presentarlos como corrientes”. Esto es, cuando el texto expresa lo que muchas personas quieren decir, pero acaso no se atreven a hacerlo.
Hay novelas, en la opinión de Illouz, que resultan muy “apropiadas” para su sociedad y, en consecuencia, cosechan un enorme éxito. Dicen aquello que la sociedad quiere oír. Son normalmente novelas que plantean un problema compartido por el grueso de la sociedad y, además, tratan de resolverlo en el mismo texto. A la manera de los cuentos folklóricos, los best sellers ofrecen guías para resolver simbólicamente las contradicciones sociales. Tanto la cultura popular, como los best sellers, muestran “cómo deben hacerse las cosas” en un orden social difícil y caótico.
Ahora bien, ¿cuáles son las contradicciones, los problemas compartidos, que Cincuenta sombras de Grey capta y resuelve simbólicamente? A partir de la lectura de Erotismo de autoayuda de Eva Illouz, podemos afirmar que la famosa trilogía se construye principalmente sobre tres ausencias/nostalgias que se vuelven problemáticas para el yo moderno. La primera ausencia tiene que ver con los vínculos afectivos, cada vez menos sólidos en una sociedad en extremo individualista e individualizada como es la del capitalismo avanzado. Decía Juan Carlos Rodríguez, analizando la poesía de Javier Egea, que “el amor es imposible en un mundo imposible”, y es justamente esa imposibilidad –esa ausencia del amor– la que vuelve problemática la sexualidad entre sujetos contemporáneos. A lo largo del siglo XX, apunta Illouz, se pasó de la sexualidad reproductiva a la sexualidad recreativa, convirtiéndose el placer en el sustituto de la reproducción como meta de la sexualidad. Nace entonces la “sexualidad serial” que, en palabras de Eva Illouz, es “una sexualidad en la que las experiencias sexuales se acumulan” y, por consiguiente, “la sexualidad pasó a distinguirse cada vez más de los sentimientos y del amor”.
Cincuenta sobras de Grey capta esta problemática y la literaturiza. Es por ello que late, en sus páginas y en la versión cinematográfica, una nostalgia por el sexo con amor, tradicional y monogámico, revestido de romanticismo, que es lo que persigue Ana, su protagonista, a lo largo de la trama. Christian Grey dice: “Yo no tengo novias […]. Yo no hago el amor. Yo tengo sexo… duro”. El sexo aparece en efecto disociado del amor, de una estabilidad afectiva en un marco de continuidad; o, como dice Illouz, “el sexo no lo involucra a él ni sus intenciones, emociones o proyectos. Christian, por lo tanto, es esencialmente compromisofóbico”. Y aunque en un primer momento Ana asimila y asume esta concepción de la sexualidad –”No hacemos el amor: follamos”, confiesa– en realidad interpreta su relación con Christian como conflictiva y, por ende, su meta no será otra que llenar con el significado “amor” ese significante vacío en que se ha convertido la “sexualidad” en la sociedad contemporánea.
Sobre la nostalgia del amor y de los vínculos afectivos, problemáticos en una sociedad individualizada, donde el otro no es sino sostén del propio placer, se edifica Cincuenta sombras de Grey. Que la versión cinematográfica de Cincuenta sombras de Grey se haya estrenado en la víspera de San Valentín no puede ser casualidad; más bien le confiere un enorme sentido: aunque aparentemente se trate de una película con una alta carga erótica, y aun pornográfica, en realidad no es otra cosa que una historia de amor, de la posibilidad de encontrar –o construir– el amor en un mundo donde el amor es imposible.
La segunda ausencia que articula Cincuenta sombras de Grey es la de la dominación masculina. Esta segunda ausencia acaso responda una pregunta crucial, que asimismo se formula Eva Illouz, que ciertamente un fenómeno como este nos obliga a plantearnos: “¿Por qué la masculinidad tradicional sigue provocando placer en la fantasía? En otras palabras, ¿por qué algunas fantasías de mujeres siguen atrapadas en el patriarcado?“. Según expone la autora de Erotismo de autoayuda, una vez la mujer –a través de las luchas feministas– ha conquistado cierta posición de igualdad respecto a los hombres, el sexo sale malparado. La igualdad genera –prosigue Illouz– incertidumbre, ambivalencia, ansiedad, al no estar la sexualidad previamente dada, como fruto de una imposición masculina, sino al requerir el acto sexual una negociación entre dos sujetos iguales. Ya no hay rapto sino pacto, y la negociación mata la emoción, la espontaneidad y la inmediatez. Además, la libertad conduce a los distintos individuos a entrar en competencia erótica con los demás para “conquistar” el cuerpo deseado. Y quien no gana en la competencia, sale herido, debilitado e inseguro –como inseguros son los dos protagonistas de Cincuenta sombras de Grey. Frente a la mercantilización del deseo en el campo de la libre competencia libidinal, la dominación patriarcal constituye un espacio de seguridad en un mundo cada vez más hostil, basado en la competencia constante, parece decirnos el celebrado best seller.
Como apunta Eva Illouz, se trata de “una añoranza del patriarcado, no porque las mujeres añoren la dominación en sí sino porque añoran el adhesivo y los vínculos emocionales que acompañaban, ocultaban, justificaban y hacían invisible la dominación, como si fuera posible separar la actitud protectora de los hombres del sistema feudal de dominación en el que los hombres concedían esa protección”. Cuando la protección que otorgaba una relación de dependencia desaparece, nacen los miedos y las inseguridades en sujetos femeninos débiles, que añoran ser poseídas y controladas por alguien que represente esa “masculinidad tradicional”. En la sumisión resuelven sus inseguridades. Esta problemática recorre buena parte de la trama de Cincuenta sombras de Grey.
La tercera ausencia está estrechamente relacionada con la presencia de las prácticas sexuales BDSM (esclavitud, disciplina, sadismo y masoquismo, por sus siglas en inglés). ¿Por qué, para manifestar su nostalgia por la monogamia y la dominación patriarcal, Cincuenta sombras de Grey acude al sadomasoquismo para armar su trama narrativa? La sociedad moderna, donde hombre y mujer intercambian constantemente sus roles de género, al haber desparecido, al menos aparentemente, la dominación masculina, genera confusión en los individuos sobre la función que deben desarrollar en la sociedad. La confusión provoca angustia en unos individuos que creen vivir en un orden caótico marcado por la falta de definición de sus roles de género. Esta nueva problemática se resuelve simbólicamente en Cincuenta sombras de Grey a través del BDSM, ya que como dice Illouz, “al fijar los roles claros no asociados a identidades, el BDSM proporciona la certeza que deriva de los roles ya conocidos sin regresar a la desigualdad de géneros tradicional”. Esta nostalgia por los roles de género puede quedar resuelta, a través del sadomasoquismo, sin la necesidad de acudir a un tiempo pasado, que a su parecer fue mejor.
Sobre estas tres ausencias/nostalgias se construye, según el ensayo de Eva Illouz, Erotismo de autoayuda, la famosa trilogía –y por extensión su versión fílmica– Cincuenta sombras de Grey, un best seller que no sólo capta problemáticas habituales en la vida cotidiana del grueso de sus lectores –y trata de resolverlas simbólicamente–, diciendo lo que todos piensan pero nadie se atreve a decir, sino que además proporciona instrumentos para vivir de una forma más placentera su sexualidad. En Cincuenta sombras de Grey, aunque el sexo sea explícito, sus escenas no están encaminadas a la excitación de sus lectores, sino a su instrucción. Como dice Illouz, Cincuenta sombras de Grey no está destinado a un lector solitario, que emprenda prácticas masturbadoras con la lectura, sino un lector que busca aprender, «llevarse algo» de la lectura. Cincuenta sombras de Grey funciona como un libro de autoayuda que le ofrece a sus lectores –a sus lectoras– “técnicas y recetas que cada uno puede incorporar a su propia vida sexual”. Los lectores salen de los best sellers con la sensación de haber aprendido algo que poder aplicar de inmediato en su vida cotidiana, que se volverá más fácil y más placentera tras el ejercicio de lectura.
En este sentido, Cincuenta sombras de Grey –concluye Eva Illouz– funciona como el perfecto manual de autoayuda que nace con la sociedad contemporánea, si bien, en este caso, adquiere forma novelística: “La autoayuda no es sólo un segmento del mercado: es toda una nueva modalidad de la cultura; es decir, constituye una nueva manera en que el individuo se conecta con la sociedad. Y como la modernidad entraña una gran dosis de incertidumbre acerca del propio valor y de las normas y la moralidad que deben guiar las relaciones, la autoayuda pasa a ser una de las vías principales de la conformación del yo”.
El best seller ha cumplido su función: hacer creer que el conflicto se encontraba en el interior del individuo y que el problema se puede resolver individualmente. Pero nada en realidad ha cambiado después de la lectura, ya que el problema sigue estando allí fuera.

David Becerra Mayor // Publicado en La Marea (25 de febrero de 2015). Fuente: http://www.lamarea.com/2015/02/25/cincuenta-sombras-de-grey-erotismo-de-autoayuda/

17 contradicciones de David Harvey

Desde el Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador (IAEN), y en colaboración con la editorial española Traficantes de Sueños, se está diseñando una colección editorial llamada «Prácticas Constituyentes», bajo la dirección de Carlos Prieto del Campo y David Gámez Hernández. El proyecto nace con el propósito de publicar libros que, desde un posicionamiento crítico, cuestionen la dominación hegemónica capitalista y contribuyan al proceso de constitución de un horizonte post-capitalista, o al menos post-neoliberal. Uno de los primeros títulos publicados es Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo de David Harvey, geógrafo y pensador marxista de la City University of New York (CUNY), y actualmente director del Centro Nacional de Estrategia para el Derecho al Territorio de Ecuador (CENDET).
El libro de Harvey es un análisis exhaustivo y riguroso del funcionamiento objetivo del capitalismo y sus contradicciones. Para Harvey resulta imprescindible estudiar las contradicciones del sistema capitalista, que se agudizan en los tiempos de crisis, para tratar de articular una alternativa política, económica y social que ponga fin al capitalismo. No se trata únicamente de un análisis de corte académico sobre la lógica económica capitalista; se trata más bien de un intento de entender sus contradicciones para diseñar un pensamiento económico alternativo, de elaborar una respuesta de inmediata aplicación desde las políticas públicas, para salir de una crisis sin entrar en la siguiente. Harvey explica que, en el capitalismo, «la forma de salir de una crisis contiene en sí misma las raíces de la siguiente crisis»; ante este hecho, resulta impositivo establecer nuevas estrategias –acaso prácticas constituyentes–, explorar nuevos horizontes y vías de acción política, para no dejar plantada la semilla de una nueva crisis en nuestro intento de escapar de esta.
Pero, ¿cuáles son las contradicciones? Y, sobre todo, ¿en qué nos afectan? Harvey responde a la pregunta con su acostumbrado tono sencillo: «Podemos vivir perfectamente bien en un mundo [...] sin saber cómo funciona (del mismo modo que podemos accionar un interruptor y disponer de luz sin saber nada de la generación de electricidad). Sólo cuando sucede algo extraordinario –los estantes del supermercado están vacíos, los precios suben disparatadamente, el dinero que guardamos en nuestra cuenta disminuye bruscamente de valor, o la luz no se enciende– nos hacemos las grandes preguntas de por qué y cómo esas cosas que suceden “tan lejos”, más allá de las puertas y de los muebles de descarga de los grandes almacenes, pueden afectar tan espectacularmente a la vida y el sustento cotidianos». Las contradicciones capitalistas no afectan sólo a los datos macroeconómicos, sino a nuestra vida toda. Por eso resulta importante estudiarlas. Y Harvey las estudia, y las estudia a fondo; primero clasificándolas (entre fundamentales, cambiantes y peligrosas) y luego examinando a lo largo del texto su lógica y su funcionamiento.
Pero –y seguramente se encuentre aquí el valor de su libro– Harvey no se conforma con el análisis, sino que hace propuestas concretas de cómo resolver radicalmente esas contradicciones.  ¿Cómo evitar que el dinero siga siendo, como lo es desde la década de los setenta, representación de una representación sin una base material sólida? ¿Cómo preponderar el valor de uso sobre el valor de cambio a través de una política económica que frene el consumismo «maníaco y alienado»? ¿Cómo organizamos la economía para impedir que la acumulación capitalista se levante sobre la desposesión de lo que es común, como sucede con la privatización de escuelas y hospitales o de los sectores energéticos y de las telecomunicaciones? Estos y otros muchos interrogantes los formula Harvey en su libro, los responde y trata de buscar una alternativa política anticapitalista.
Si como dice el crítico literario marxista Terry Eagleton, citado en el paratexto que abre estas Diecisiete contradicciones, «tiene que haber una forma de examinar el presente que muestre en su interior cierto futuro como potencialidad», podemos afirmar, sin un atisbo de duda, que el ensayo de Harvey contiene en su interior, en su examen del presente, una potencialidad de futuro.
Como el conjunto de títulos que ha publicado y que va a publicar la colección «Prácticas Constituyentes», Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo de David Harvey no es un libro para leer en la intimidad de una butaca. Después de la lectura atenta y solitaria, el libro debería bajar a la calles, a las plazas, y ser debatido y reflexionado en colectivo. Los libros de «Prácticas Constituyentes» deberían trabajarse en un taller para, colectivamente, trazar las líneas de un programa político, de aplicación a corto o largo plazo, con un horizonte de transformación post-capitalista. Si la lectura del libro se detiene en la butaca, tal vez habremos sido incapaces de aprovechar todo su potencial emancipador.
Decía René Ramírez en su libro La virtud de los comunes (El Viejo Topo, 2014) que no es posible hablar de una sociedad verdaderamente democrática sin una distribución equitativa del conocimiento, que no puede haber libertad individual ni puede existir la emancipación social sin conocimiento. Un ciudadano sin conocimiento difícilmente podrá ejercer sus derechos como ciudadano, participar activamente en la construcción de una democracia real. Construir una auténtica democracia pasa por empoderar a la ciudadanía a través del conocimiento, convertir a los ciudadanos pasivos en ciudadanos activos y críticos, que sean capaces de tomar decisiones sobre su propia vida y la vida de su comunidad en base a un conocimiento del mundo que les rodea. El acceso libre al conocimiento, pero también la posibilidad de acceder al conocimiento con las herramientas adecuadas, es un reto enorme, pero apasionante, en la constitución del socialismo del buen vivir.
Aprovechemos los libros de «Prácticas Constituyentes» –y el de Harvey puede ser un excelente punto de partida para iniciar una ronda de debates– para empoderarnos a través del conocimiento, de un conocimiento crítico que sea capaz de romper la cadena de acumulación cognitiva del capitalismo. Construir conocimiento crítico para confrontar el pensamiento único hegemónico. Los libros de «Prácticas Constituyentes» –y Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo de David Harvey, concretamente– nos invitan a emprender este reto. Ya tenemos los libros, se pueden comprar o descargar libremente; ahora solamente falta que hagamos nuestra parte como ciudadanos activos: que los trabajemos colectivamente con un horizonte de emancipación post-capitalista.

Reseña La Guerra Civil como moda literaria

por Alberto García-Teresa

  
En La Guerra Civil como moda literaria, David Becerra Mayor (que ya se adentró ligeramente en estas cuestiones en La novela de la no-ideología) analiza en profundidad el gran número de novelas publicadas en los últimos años que ubican su acción en la Guerra Civil, analizando la dimensión ideológica y las implicaciones políticas que dichos textos revelan. Tras apreciar el extraordinario auge de títulos con esa ambientación, la constitución de obras de referencia y la presencia de epígonos y su actual escasez, Becerra califica el fenómeno de moda y estudia su evolución, sus repercusiones y cómo se ha utilizado a nivel de mercadotecnia esa temática.
Se trata de un libro sólido, bien argumentado y fluidamente hilvanado, que se apoya continuamente en ejemplos mostrando el proceso del análisis. Consiste en un trabajo exhaustivo, plasmado aun así de manera ágil, en el que destaca la mirada amplia y de largo alcance del autor, que atiende a las consecuencias de los sucesos y que supera la mera relación causal para contemplar las implicaciones sociológicas e ideológicas de cada hecho. David Becerra Mayor señala, subraya, baja al texto y aporta nombres, títulos y expone extractos ilustrativos. Al respecto, supone un ejercicio muy valiente en un momento de adormecimiento y de imposición de consensos acríticos como el presente.
Por un lado, Becerra concluye que “la reconstrucción del pasado que se lleva a cabo en la novela española actual supone a su vez una invisibilización de los conflictos presentes”. En ese sentido, la perspectiva con la que se aborda la Guerra Civil es la de que vivimos en la actualidad en un tiempo sin conflicto, por lo que los narradores deben recurrir a esa época para encontrar tensión con la que armar sus novelas.
Sin embargo, la visión de la Guerra Civil que se recoge esquiva toda la dimensión política de los hechos, los cuales se reducen al drama individual. No se traza vinculación con el presente, no se plantea una relación de continuidad, ni de mera relación de aquellos hechos y de sus consecuencias. No se aprecia, entonces, como proceso sino como elemento cerrado, aislado, casi mítico, diríamos. Se busca, puntualiza Becerra, “liquidar su historicidad”. Esto es; se utiliza la Guerra Civil como escenario, sin intención de indagar ni histórica ni políticamente en ello; como algo accesorio, complementario, en suma.
De hecho, la mayor parte de estas novelas apuntalan la concepción del golpe de Estado de Franco como un acontecimiento irremediable al dibujar la II República como un periodo caótico. Como explica Becerra, “considerar que la Guerra Civil Española es consecuencia directa de los desórdenes producidos en el periodo republicano supone aceptar la tesis que sostiene que lo que fue un golpe militar fascista que atentó contra la legalidad democrática fue más bien un acto de legítima defensa ante los altercados sociales”.
En definitiva, La Guerra Civil como moda literaria constituye una obra fundamental para comprender la narrativa española reciente e, incluso, los procesos culturales contemporáneos. La mirada de David Becerra Mayor resulta imprescindible porque explora las implicaciones de un tipo de literatura y de una forma de leer que nos enquista en la recepción pasiva y en la asimilación de una construcción anestésica de la realidad.

Alberto García-Teresa // Publicado en Literaturas.com (marzo 2015). Fuente: http://www.literaturas.info/Revista/2015/03/la-guerra-civil-como-moda-literaria/

“Debemos exigir que las novelas de la Guerra Civil trasciendan la función de entretener”

por Jesús Rocamora

Desde 1989 hasta 2011 se publicaron en España 181 novelas sobre la Guerra Civil. ¿Cabe alguna más en las estanterías? ¿Cuál es la imagen del pasado que nos transmiten? ¿Y qué dicen del presente que vivimos? David Becerra se ha enfrentado a ellas y el resultado es La Guerra Civil como moda literaria (Clave Intelectual), un análisis crítico de este fenómeno editorial desde la lógica del capitalismo avanzado, en el que el pasado se ha convertido en una mercancía más: algo blandito, dulce y que promete desde su envoltorio una experiencia única al consumidor. Un adelanto de la tesis del libro: hablamos de una novela histórica que se centra en los conflictos personales pero que se olvida del contexto político, que usa la guerra como escenario para aventuras y romances pero que asume la versión heredada por la propaganda franquista y la Transición sin cuestionarla, sin terminar de romper con ella. Best-sellers que presentan la Guerra Civil como algo aislado, lejano, casi exótico, como una época superada gracias a la comodidad de la democracia, lo que produce la desactivación política del lector. Todo esto lleva, en última instancia, a “una novela histórica sin Historia”.
Por estas páginas pasan Javier Cercas, Almudena Grandes, Javier Marías, Dulce Chacón, Andrés Trapiello, María Dueñas, Eduardo Mendoza, Rosa Regàs e Isaac Rosa, entre otros autores. ¿Un ejemplo ilustrativo? Antonio Muñoz Molina y El jinete polaco, una novela donde “nunca vemos a nadie haciendo la guerra, sólo hablando de ella, construyendo relatos” pero no para cuestionar un presente que es heredero de aquel conflicto, “sino para negar todo intento de contar la Historia: para darnos a entender que todo intento de reconstrucción de la Historia no será sino una forma de construir una ficción. Muñoz Molina en El jinete polaco confunde intencionadamente la Historia y la ficción, los iguala, rechaza que haya una forma de aprehender la Historia en su totalidad”, se lamenta Becerra Mayor, que es Doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, autor del ensayo La novela de la no-ideología (Tierradenadie, 2013) y fundador y director de Revista de crítica literaria marxista.
La primera pregunta que creo que te haría un escritor (enfurecido) sería por qué la novela debe ser fiel al pasado y a la realidad, si para eso están los historiadores y el ensayo. Hemos asumido la idea de que la novela es un artefacto libérrimo y que no debe ajustarse a ningún control. Es decir, ¿por qué debe ser útil la novela sobre la Guerra Civil? ¿A quién?
Me encantaría debatir con los autores, enfurecidos o no, que analizo en el libro. Sería muy beneficioso para la salud semántica de este país que pudiera existir un debate serio sobre literatura sin caer en tópicos o verter en él acusaciones de tipo personal. Y es muy posible que, como señalas, algún autor llegara al debate esgrimiendo ese discurso: la literatura sólo debe responder ante la misma literatura, y no ante la Historia. Es un argumento legítimo y es legítimo que se defienda con él. Ahora bien, creo que los lectores tenemos que exigirle algo más a la literatura; tenemos que exigirle a la literatura en general –y a estas novelas sobre la Guerra Civil en particular– que no se conformen con entretener a los lectores por medio de aventuras pasionales ambientadas en la Guerra Civil; tenemos que exigirles, como le exigimos a todo ciudadano que participa en lo público, que cuando intervengan en lo público lo hagan con la verdad y desde el rigor; que con su literatura trasciendan la función que les confiere el mercado (vender y entretener) y que participen en la construcción de una esfera pública discursiva donde se pueda debatir, razonar, argumentar, etc., no sólo ofrecer y recibir entretenimiento. No necesitamos niñeras ni cuentos para conciliar el sueño, queremos discursos y queremos interlocutores.
Creo que la literatura debería trabajar en la construcción de ese escenario, de un escenario donde la literatura se pusiera al servicio de la ciudadanía y no del mercado. Y, concretamente, las novelas sobre la Guerra Civil deberían contribuir a romper con un pasado que vive en nuestro presente, porque nuestro presente está hecho de ese pasado que ganó la guerra y del que hoy es heredera nuestra democracia y sus instituciones. Las novelas sobre la Guerra Civil deberían servir para establecer una ruptura con aquel pasado; lejos de eso, fortalecen la relación de continuidad.
“Becerra emplea a fondo las armas de la crítica marxista”, escribe Isaac Rosa en el prólogo de tu libro. El contexto en el que te mueves es el mercado-mundo nacido en 1989, donde se han asumido “el fin de la Historia” y donde el capital inunda todas las parcelas de la vida. También citas a Walter Benjamin para hablar de un presente en el que “los vencedores no cesan de vencer”. ¿En qué consiste la crítica literaria marxista?
La crítica literaria marxista analiza, entre otras cosas, cómo la literatura opera en la reproducción ideológica. Y de eso me ocupo en el libro, de observar cómo estas novelas sobre la Guerra Civil están legitimando una forma de concebir el pasado, pero también el presente. Son novelas –y por eso arranco en 1989, fecha en que cae el muro de Berlín y el capitalismo empieza a constituirse como mercado-mundo– que han asumido la ideología propia del capitalismo avanzado, que han interiorizado que vivimos en el mejor de los mundos posibles, sin conflictos ni contradicciones, y que la Historia ya ha alcanzado a su fin.
Decía Bajtin que sin conflicto no hay novela, y si nuestros novelistas han asumido que vivimos tiempos a-conflictivos, ¿cómo escriben una novela? La Guerra Civil constituye para ellos un escenario idóneo, ya que es un pasado conflictivo donde sí es posible armar una buena trama novelística. Esta vuelta al pasado es doblemente ideológica: por un lado, su vuelta al pasado nos dice que vivimos en un presente perfecto, sin conflictos, que les obliga a acudir a un pasado conflictivo, y por otro lado, como decíamos antes, nos dice que ese pasado no tiene nada que ver con el presente, que es algo lejano, un escenario casi mítico, que no nos pertenece, que no tiene nada que ver con nosotros.
Hablemos de Javier Cercas. ¿Hasta qué punto su Soldados de Salamina es el paradigma de este tipo de novela tanto en su forma (posmoderna y despolitizada) como en la manera de presentar la Guerra Civil (desde la equidistancia y como un conflicto superado) y por su intención por “humanizar” a un falangista como Sánchez Mazas? Quería preguntarte al respecto por dos artículos: un reciente del propio Cercas, en el que él mismo decía que “el problema de la memoria histórica es que se convirtió en un negocio”, lo que le supuso críticas por cínico. Y otro de Vicenç Navarro, que exponía aquí sus problemas con la última novela de Cercas, El impostor, y con que el escritor no refleje sino la visión heredada del “establishment político mediático español”: todos somos iguales, todos somos responsables en igual medida de aquel conflicto.
Soldados de Salamina es el paradigma de estas novelas por los tres puntos que señalas. Pero, además, en ella se le da voz al enemigo, al falangista Sánchez Mazas, y al darle voz, al humanizarlo o subjetivizarlo, deja de ser percibido por el lector como enemigo. Cuando damos voz al enemigo empezamos a concebirle no como el “otro”, sino como alguien que es igual que nosotros, como una persona con sus conflictos interiores, sus contradicciones, e incluso con sus razones. Al darle voz al enemigo, le carga de motivos, y nos hace escuchar esos motivos, los de un intelectual del régimen franquista, los de un escritor que legitimó el régimen. Le escuchamos y le comprendemos. Se difumina, según esta estrategia literaria e ideológica, la barrera que separa a las víctimas de los verdugos. Le escuchamos y le comprendemos. Ya no le vemos como un verdugo, sino como una víctima más, ya despolitizada, de la guerra, como un hombre que como tantos otros sufrió las consecuencias de la contienda. Porque, además, el falangista nos cuenta lo mal que lo pasó cuando sobrevivió a un fusilamiento, y nos compadecemos de él. De repente sentimos lástima por un fascista.
Javier Cercas ha puesto su literatura al servicio de la redención de un fascista. Y al compadecernos de él, de ver cuánto sufrió un falangista, no podemos sino asumir lo que se ha convertido en el discurso dominante, y que tú señalas: en este país se mató por igual, todos sufrieron y todos mataron, todos son responsables. Pero, ¿seguro? ¿Tiene el mismo nivel de responsabilidad quien defendió un sistema democrático, legítimo, como fue la República, que quien se levantó en armas contra él? Según nuestros novelistas, sí. Y esto, entre otras cosas, es lo que se denuncia en el libro.
Respecto a la segunda parte de la pregunta, coincido con lo que expuso Vicenç Navarro en su artículo. Me pareció muy acertado. Y, contrariamente, coincido también con Javier Cercas con eso de que la memoria se ha convertido en una industria; ahora bien, lo que me separa de Cercas es que yo critico que la memoria se haya convertido en una industria, mientras que él se beneficia de ella.
Hablas también de vivimos un revival fascista que empuja a reeditar clásicos de autores falangistas. “La frase de Trapiello –ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de la literatura– se ha convertido en el buque insignia de los redentores por la vía de la estética que defienden la pervivencia del valor literario de los textos fascistas por encima de la Historia y las ideologías”, escribes. Y también te refieres al caso concreto de Jordi Gracia, para quien “la ideología no se tiene en cuenta, solo vale el genio”. ¿Debemos revisar la coartada de la “genialidad” y del “arte”, que aniquila cualquier lectura política, algo también propio de la posmodernidad? En este sentido, parece que “arte” y “política” son hoy conceptos opuestos.
Sin ninguna duda. Reivindico una lectura histórica y materialista de la literatura. Nociones idealistas, y estáticas, como es la de genio, entendido como un individuo que es capaz de trascender su momento histórico, y asimismo la noción de arte como un discurso autónomo, neutral e independiente de la coyuntura histórica en que se produce, no me interesan en absoluto. No creo en la lectura como una comunión de dos almas que, aunque alejadas en el tiempo, se encuentran en el momento de la lectura. Creo que un lector activo y crítico tiene que saber leer históricamente los textos, cuánta historia hay en un texto, incluso en un poema de amor. Si solamente nos detenemos a medir la calidad literaria de un texto –que alguien tendrá que explicar en algún momento cómo se mide–, perdemos buena parte del sentido de ese texto. Por lo tanto, tratar de redimir a escritores fascistas poniendo en valor sólo su supuesta calidad literaria, y olvidando lo que esos textos dicen y legitiman, me parece un ejercicio intelectualmente muy pobre y poco honesto. Yo creo que hay que leer a los escritores fascistas, pero sin desfascistarlos, sin desplazar de la lectura su sentido histórico y político, viendo cómo opera la literatura en la legitimación de un golpe de Estado. Si me paro sólo a contar metáforas, a celebrar el estilo, perderé buena parte del sentido del texto.
Enlazado con lo anterior: sí que reconoces que una parte de las novelas sobre la Guerra Civil aspiran a funcionar como “novelas de memoria histórica”, pretenden dar voz a los olvidados e impedir la segunda muerte: “la muerte hermenéutica, esto es, la que además de quitarle la vida borra su nombre de la Historia y con ello toda posibilidad de ser recordado”. ¿Consideras más válido este tipo de novela sobre la Guerra Civil que aquella “donde lo individual y lo humano ocupan la centralidad del discurso en detrimento de lo político y lo social”? ¿A qué autores y obras “salvarías” por su función de memoria histórica en este sentido de la masa de historias sobre la Guerra Civil?
No es la primera vez que me hacen una pregunta de este tipo y en ella se emplea el verbo “salvar”. De pronto me siento como un inquisidor o como el cura y el barbero de El Quijote en el escrutinio del capítulo VI. Pero no me incomoda. En realidad, todo crítico, cuando selecciona sobre qué habla y sobre qué calla cuando escribe, participa en un escrutinio. Te respondo: cuando establezco esa diferencia entre las novelas que abiertamente reproducen los mitos de la cruzada de Franco, que las hay, de otras que simplemente desplazan lo político a favor de una lectura individualizada del pasado, y de aquellas otras que sí buscan rescatar del olvido algunos episodios silenciados de nuestra Historia, no lo hago tanto para “salvar” algunas novelas, sino para matizar y señalar también que no todas las novelas que se analizan en el libro se pueden analizar de la misma manera.
En este sentido hay novelas que, como Inés y la alegría de Almudena Grandes o La voz dormida de Dulce Chacón, por señalar sólo dos ejemplos muy claros, parten de la loable intención de evitar la muerte hermenéutica de algunos personajes o episodios históricos. Sin embargo, en ambos casos, su final feliz se levanta contra el propio proyecto novelístico. En La voz dormida, por ejemplo, el final feliz se construye desde la asunción de una de las estrategias propagandísticas del franquismo como era el indulto, que permitía ofrecer una visión de Franco como misericordioso. El indulto salva a uno de los protagonistas de La voz dormida, asumiendo la novela de forma acrítica lo que no fue sino una estrategia de lavado de cara del franquismo.
Por su parte, Inés y la alegría termina en plena transición, en una España moderna y muy iluminada, donde ya todo lo malo pasó definitivamente. El final feliz también es ideológico porque da por cerrado un episodio histórico que, en realidad, continúa abierto. En estas novelas, que se proponían rescatar del olvido un episodio silenciado de nuestra Historia, se termina reproduciendo la idea de que aquello ya pasó, que aquel pasado ya está cerrado y que ya no forma parte de nuestro presente, plácido, tranquilo, «aburrido y democrático».
Frente a los libros de estos autores que se consideran de izquierdas y hasta republicanos, que en el fondo asumen una visión conformista del conflicto y del presente (no tiene nada de literatura comprometida porque es cómplice, aseguras), propones recuperar otra memoria, una memoria violenta, que se oponga de forma radical al sistema. ¿Podrías profundizar un poco esta idea de memoria violenta?
Tomo la idea de Walter Benjamin. Creo que la memoria tiene que ser un instrumento de oposición al presente. ¿Por qué? Porque nuestro presente está lleno de pasado, nuestro presente es heredero de aquel pasado que ganó la guerra. Creo en una noción de memoria que visibilice la relación de continuidad que existe entre aquel pasado y nuestro presente. Hay que mostrar esa continuidad para romperla. Nuestros novelistas ocultan esa relación de continuidad y por lo tanto, a partir de la lectura de sus novelas, difícilmente podremos romper algo que ni siquiera somos capaces de ver, porque no nos lo enseñan. La memoria tiene que servir para cambiar el presente, para hacer añicos un presente que es heredero del pasado que perdimos en la Guerra Civil.
En ese sentido empleo la noción de “memoria violenta”: una memoria que no se conforme con la recordación del pasado, sino una memoria que nos permita romper con un pasado que sigue instalado en nuestro presente.
Con tanto hablar de conflictos pasados, en el fondo se evita tratar conflictos presentes, dices: “Evocar un pasado conflictivo, como es el caso del de la Guerra Civil española, se pone en funcionamiento el mecanismo ideológico que desplaza la posibilidad de concebir nuestro presente como asimismo conflictivo”. ¿Dónde ves la novela contemporánea, la escrita hoy y sobre temas de hoy, con respecto de los conflictos sociales y políticos actuales? ¿Se estudiará en el futuro la novela del siglo XXI sólo para descubrir que no hay novelas que hablen del presente porque todas están muy ocupadas hablando de otra cosa?
Hay novelas ambientadas en el presente, pero que no hablan del presente. Eso lo traté en otro libro, al que antes hacía mención: La novela de la no-ideología. Novelas que, como éstas, interpretan todo conflicto desde el yo, todos los problemas de los personajes son individuales, nunca políticos, sociales o colectivos. Esta forma de desplazar el conflicto –siempre encontrando la explicación en el yo– es lo que define, en mi opinión, la novela española actual, se ambiente en la Guerra Civil o en la actualidad. Sin embargo, hay excepciones y hay novelistas que sí visibilizan los conflictos. Belén Gopegui, Marta Sanz o Isaac Rosa, entre otros, y señalo sólo los más conocidos, sí reconocen que nuestro presente es conflictivo y ese conflicto, que sí es político, es abordado en la novela.
En tu ensayo aseguras que el fenómeno que rodea la actual novela de la Guerra Civil no es algo exclusivamente español ni producto de la Transición, sino que se puede apreciar por ejemplo en la literatura y el cine sobre la Segunda Guerra Mundial y su visión “humana” de los nazis, lo que permite despolitizar lo sucedido y, entre otras cosas, convertir a verdugos en víctimas. ¿Qué tiene el boom de las novelas de la Guerra Civil de fenómeno propio español y cuánto de corriente mainstream global?
Efectivamente, no es un fenómeno español. A veces creemos que somos el ombligo del mundo y que todo se puede explicar desde nuestra concreta coyuntura histórica. Y lo analizamos todo en clave Cultura de la Transición. Y creo que ese análisis no es errado, pero sí incompleto. Los mismos discursos que aquí denominamos Cultura de la Transición se dan en otros contextos muy distintos. ¿Por qué? Porque en realidad es cultura –o mejor: es la lógica– del capitalismo avanzado. La despolitización, la equidistancia o poner el foco en lo humano para desplazar lo político y lo social –lo histórico–, elementos constitutivos de nuestra narrativa última, también están presente en novelas y películas europeas y estadounidenses. Luego, y respondiendo a la segunda parte de tu pregunta, lo que tiene propiamente de español este fenómeno es el escenario –la Guerra Civil– y la visión cainita o fratricida de la misma.
“Las novelas sobre la Guerra Civil española funcionan como respuesta literaria al pacto del olvido que supuso la Transición”, escribes, citando a María Corredera. ¿Te interesaba también con La guerra civil como moda literaria sumarte a la actual crítica a la Transición?
Me interesa, pero, como te decía, tiene sus limitaciones. Porque, insisto, yo no creo que la cultura no-conflictiva (o lo que en otro lugar he denominado “la novela de la no-ideología”) sea fruto de la Transición, sino del capitalismo. Es el capitalismo el que nunca se nombra, es la burguesía la clase innombrable. Centrarnos en la Transición me parece limitar en exceso dónde está la causa que provoca los efectos que hoy padecemos.
Por cierto, tras la invasión de las novelas de la Guerra Civil, avanzas el siguiente fenómeno literario en ocupar librerías y secciones de cultura de los medios de comunicación: las novelas sobre la Transición. ¿Es aplicable a esta nueva novela de la Transición las críticas que haces a la de la Guerra Civil?
Todo parecía indicar que, una vez agotada la moda literaria de la Guerra Civil, ésta iba a dejar el relevo a novelas sobre la Transición. Los primeros síntomas mostraban que iba a ser así, que se iba a poder aplicar el mismo análisis, porque el esquema novelístico iba a ser parecido. Sin embargo, desde que el relato de la Transición ha entrado en crisis, creo que va a ser más complicado que se conforme esta nueva moda y, llegado el caso, si se conforma, creo –y aun espero– que irá por otros derroteros.
Estamos en un momento histórico en que el relato de la Transición se viene abajo y eso dificulta que la Transición se convierta en moda literaria. Pueden salir novelas contra el relato de la Transición –de hecho están saliendo, y destaco Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz y El tiempo cifrado de Matías Escalera– pero difícilmente saldrán otras que lo legitimen. Aunque, quién sabe, quizá haya un repunte del relato cuando los poderosos disparen su última bala, y bien podría ser posible que ésta viniera acompañada de novelas que traten de relegitimar un relato que está en crisis. Pero esto sólo es especulación, y sólo el tiempo lo dirá.
Para terminar, ¿qué responsabilidad tienen los medios de comunicación de masas en esta visión conformista del pasado, de la Guerra Civil y el franquismo, en esta “desactivación política del lector”? Los medios son altavoz de la visión dominante, pero además dan cabida a este tipo de novelas en sus suplementos y secciones culturales sin cuestionarlas.
Los medios de comunicación operan, como la literatura, en la transmisión ideológica. Pero además tienen el poder de poner en circulación unos discursos y no otros. Evidentemente, han utilizado su poder para difundir discursos que coinciden con los dominantes, con aquellos que participan en la desactivación del lector.

La Guerra Civil todavía no ha sido narrada

por Paula Corroto

*El ensayista David Becerra Mayor señala en 'La Guerra Civil como moda literaria' que la narrativa española de los últimos años ha desideologizado y despolitizado el conflicto bélico por las tesis revisionistas y postmodernas.

*El autor no se centra en las novelas de Pío Moa o César Vidal, sino que aborda las de escritores como Javier Cercas, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes o Dulce Chacón, que al final "caen en el error de reproducir la propaganda del franquismo y el final feliz de la Historia".

La Guerra Civil todavía no ha sido narrada en la novela española. La afirmación es del doctor en Literatura Española, David Becerra Mayor, y más de un lector se llevará las manos a la cabeza. Los propios datos le rebaten: sólo entre 1989 y 2011 se publicaron 181 novelas con esta temática. Y cualquiera reconocerá como tales  El corazón helado y la saga de los Episodios Nacionales de Almudena Grandes, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, La voz dormida, de Dulce Chacón, Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, El tiempo entre costuras, de María Dueñas o La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina.
En realidad, la novela guerracivilista ha inundado las librerías y, es más, ha copado las listas de ventas. ¿De dónde se saca David Becerra, por tanto, esta afirmación?
En su reciente ensayo, La guerra civil como moda literaria (Clave Intelectual), este especialista en Literatura ofrece un análisis detallado de esta novelística para concluir que, aunque se haya hablado de la Guerra Civil, esta únicamente se ha contado como telón de fondo para historias más intimistas en las que prevalece el ‘yo’ de los protagonistas. “Aunque aparezca la guerra, esta se desideologiza, se despolitiza el conflicto. La guerra funciona sólo como un escenario, pero ni se problematiza ni se politiza. Y son novelas que, en realidad, no están participando de la lucha por la recuperación de la memoria”, comenta a eldiario.es. Esa es su tesis: la recreación de una guerra que podría ser cualquier otra porque lo que interesa no es contar qué pasó y si sigue afectando al presente.
Lo interesante del ensayo de Becerra Mayor es que no se ocupa tanto de la fantasía de autores como Pío Moa o César Vidal, sino que centra su atención en aquellos que, a priori, han sido objeto de celebración en artículos periodísticos al ser descritos como paradigma de la recuperación de nuestra Memoria Histórica.

Revisionismo y postmodernidad

“Hay un conflicto de memorias en la novela española que es un reflejo del conflicto de memorias que hay en la sociedad y en el Parlamento. Ahí  tenemos un sector revisionista, que es el del PP, que no ha condenado nunca el franquismo, y que incluso, algunos políticos reproducen ciertos mitos como que la República era un caos, un satélite de la URRS. Precisamente, con ese mito justifican el golpe de Estado. Y ahí estarían Manuel Maristany, Andrés Trapiello, María Dueñas e incluso Muñoz Molina con La noche de los tiempos, que es una igualación moral de ambos bandos, si aceptamos que la República es un bando, que no lo es”, sostiene Becerra Mayor.
El tiempo entre costuras sería, para él, un claro ejemplo de esta tendencia. Como recuerda, en esta novela aparecen dos falangistas, “y los dos, sin embargo, son buenas personas. Uno de ellos es el novio despechado, pero es malo porque está despechado, ya que la protagonista le ha dejado, pero no por ser facha. Es lo que se llama el neohumanismo. Aquí tenemos categorías políticas que no participan en el conflicto narrativo, sino que lo que cuenta es el interior del personaje, si es bueno o malo… Desde luego, es una novela con la que el lector de derechas se encontrará muy cómodo”.
Sin embargo, para él, también hay otra línea, la socialista que, a partir de 2004, abogó por la Ley de Memoria Histórica que indicaba que hay que convertir, por ejemplo,  el Valle de los Caídos en un lugar de culto a la paz y democracia o recordar a todos los muertos de la Guerra Civil por igual. “¿Muertos? ¿Por qué no hablamos de asesinatos? ¿De verdad hemos de homenajear a todos? Con eso se establece una especie de equidistancia que está en estas novelas y donde parece que en este país todos mataron. Bueno, unos tendrán más responsabilidad que otros. Quien se convirtió en enemigo de la República fue el fascismo y lo mínimo que podía hacer la República era defenderse”, sostiene el ensayista.
¿Qué novelística entraría en esta línea del PSOE? El autor coloca ahí a novelas como El corazón helado o Inés y la alegría, de Almudena Grandes, ya que, aunque le parece que sí deja bien claro quiénes fueron las víctimas y quiénes los verdugos, “al final la víctima no tiene que cuestionar el papel del verdugo porque es una historia de hace mucho tiempo y tiene que ser asimilado por la democracia. Y no, la memoria no tiene que ser un elemento de asimilación, y si no sirve para cuestionar un presente heredero de aquel pasado no sirve para nada o es estéril”.
Lo mismo le ocurre a La voz dormida, de Dulce Chacón. A pesar de que para Becerra Mayor es un enorme homenaje a las víctimas –recuerden a las chicas que se convirtieron en Las trece rosas- y que no tiene nada que ver con las novelas revisionistas que avalan los mitos franquistas, comete el error de reproducir la propaganda del Régimen con la idea del indulto final a los presos. “Al final todo termina bien, hay un final feliz, porque Franco misericordioso concede un indulto a los presos, y ya se pueden incorporar a la normalidad. Este final feliz es peligroso, porque no vivimos en un final feliz, ya que aún no hemos roto con la dictadura”, manifiesta.

La postmodernidad lo estropeó todo

Precisamente, para este especialista, el gran problema de la narrativa española en relación con la Guerra Civil tiene que ver con la asimilación de las características de la postmodernidad y el postestructuralismo que ya empezó en los sesenta. Esto es, con el fin de la Historia del que habló Francis Fukuyama en 1989 y la instauración de las democracias neoliberales. Como explica en el ensayo, la postmodernidad señala que todo conflicto se ha acabado, que ya no hay que preocuparse por nada y que nuestro presente es un mundo feliz (y libre). De ahí que si no hay conflicto en el presente –y la novela ante todo siempre narra un conflicto- hay que acudir al pasado, pero trivializándolo o revisitándolo.
La novela que más acentúa estas características de la postmodernidad es Soldados de Salamina, de Cercas. Según Becerra Mayor, esta novela “pone en práctica todos los ideologismos del capitalismo avanzado: equidistancia, despolitización, conflicto fratricida y negación del testimonio. Nos está negando la fuente oral como una forma de acercarnos a la Historia. Es verdad que todo sujeto tiene unos intereses y todo lo que cuenta va a estar mediatizado, pero la labor del historiador es saber discernir qué parte es la mediación y qué parte es Historia”.
Que esta novela, además, fuera publicada en 2002 y ensalzada en los años posteriores es para este experto una muestra del éxito del “revisionismo que siempre ha caracterizado al PP, el de Pio Moa, Cesar Vidal o políticos como Rafael Hernando. Cercas hace lo mismo, pero lo pasa por el tamiz del postestructuralismo con ese el elogio a la opacidad, que es tan postmoderno… No podemos conocer la realidad, pues vamos a recrearnos en sus significaciones. Pero cuando ves qué hay debajo de ese discurso literario, ves el mismo revisionismo que ha puesto en marcha el PP en su última legislatura”.
La cuestión es por qué se cae en el revisionismo o en la tendencia postmoderna del fin de la Historia a la hora de contar la Guerra Civil. Por un lado, Becerra Mayor señala que “los que son fascistas, porque lo son. En el caso de los postmodernos, como Cercas, porque él pertenece a esa corriente literaria. En el resto de casos, por el inconsciente ideológico, que viene a expresar que casi siempre, cuando habla un escritor, no habla por sí mismo, sino que está dominado por el inconsciente ideológico de una época. En realidad, un escritor no hace novelas para inventar ideologías sino para legitimar las que hay, que son las dominantes”.
De hecho, en este libro, prologado por Isaac Rosa, que publicó La malamemoria en 1999 y que después se autocriticó con Otra maldita novela sobre la Guerra Civil en 2007, Becerra Mayor recuerda que el propio escritor  “en su primera novela reprodujo todos los postulados postmodernos y postestructuralistas. Hasta que no rompes contigo mismo no eres consciente de quién ha estado hablando por tu voz”.
En este sentido, en este ensayo sí se salvan algunos escritores que, según Becerra Mayor, sí han ahondado en la guerra y la Memoria Histórica con voz propia. Son los casos de Luna Lunera, de Rosa Regás, Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez y Los rojos de ultramar, de Jordi Soler, ya que no caen ni en los mitos franquistas (República como caos), la equidistancia de los dos bandos y desideologización y el conflicto íntimo que despolitiza la masacre.

La Memoria Histórica viene de… Planeta

No sólo los autores han contribuido a una mala recuperación de nuestra memoria. Buena parte de culpa la tienen las editoriales, que son las que las han exaltado y en, algunos casos, con titulares que dan para la reflexión, “como por ejemplo la novela de Manuel Maristany, La enfermera de Brunete, de la cual Planeta dijo en 2006 que eran la gran novela sobre la Guerra Civil, cuando es un relato totalmente fascista”.
En el periodo analizado por este ensayo, 1989-2011, es Planeta la editorial que más obras ha publicado con esta temática. Hasta un 30% de la producción editorial. “Esto debería hacernos reflexionar, ya que si nuestra memoria histórica viene de Planeta, que labró su fortuna en la posguerra por las amistades que tenía el propio Lara padre… De un continente que crea contenidos no podemos esperar que esos contenidos sean inocentes y neutros”, afirma Becerra Mayor.
Las consecuencias, para él de esta moda literaria, son obvias: adormecimiento y desactivación del lector. “Tendríamos que trabajar en la construcción de un lector distinto, activo y crítico que sepa enfrentarse a los textos, a la Historia… Que sepa sublimar la literatura para problematizarla. Y estas novelas hacen todo lo contrario. Lo único que hacen es pintar la Guerra Civil como un espacio muy lejano que nada tiene que ver con el presente, lo cual es falso; y en segundo lugar, con un discurso amable que no moleste demasiado al lector, que no le haga pensar sobre nuestro pasado y presente, y en definitiva, adormecerle”.
Ahora bien, ¿no podría alguien rebatirle aduciendo que una novela es ficción al fin y al cabo y que el lector quiere entretenerse? Becerra Mayor es consciente de esa crítica y ofrece sus argumentos: “Entonces hemos entendido mal la literatura. En tanto en cuanto es un discurso público, que puede movilizar o desmovilizar, debemos exigirle algo más. Debe ser rigurosa y tener entre sus objetivos contar la verdad. Y si no consigue esto tal vez debamos preguntarnos si no debemos renunciar a la literatura. O construir una literatura distinta”.

Paula Corroto // Publicado en eldiario.es (12 de marzo de 2015).  Fuente: http://www.eldiario.es/cultura/libros/Guerra-Civil-todavia-narrada_0_365713812.html 

Entrevista en Rebelión sobre "La Guerra Civil como moda literaria" (III)

Entrevista a David Becerra Mayor sobre "La guerra civil como moda literaria" (III)
“La labor del crítico es analizar qué tipo de discurso ideológico se esconde detrás de una novela y señalarlo”



Doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid, documentado editor de La mina de López Salinas y La consagración de la primavera de Carpentier, responsable de la sección de Estética y Literatura de la FIM, colaborador de La Marea, Mundo Obrero, El telégrafo y El Confidencial, autor de numerosos estudios y artículos de crítica literaria, autor del ensayo La novela de la no-ideología, David Becerra Mayor ha publicado recientemente en la editorial Clave Intelectual La guerra civil como moda literaria. En su última obra de centra nuestra conversación.
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Nos habíamos quedado en la segunda parte de tu libro. Tendré que caminar con pasos más agigantados. Señalas en el primer apartado de esta parte que cuando aparece la II República en las novelas analizadas nunca aparece como algo considerado en sí mismo sino como antesala de la mal denominada guerra civil. ¿Y eso es grave? ¿Por qué? En algunos casos, añades, la II República es sinónimo de caos y conflicto permanente. ¿No fue el caso en algunos, en muchos momentos?
Creo que la República tiene su propia sustancialidad histórica. La República se puede entender y explicar sin necesidad de hacerlo desde la Guerra Civil, como si sólo fuera una causa y no un episodio histórico específico. Hay una visión, que es hoy dominante, no sólo en las novelas que analizo sino también en buena parte de los ensayos que se escriben sobre la República, que yo denomino teleológica: la República se explica desde su final. Creo que hay que reivindicar qué fue verdaderamente –históricamente- la República, señalando sus logros, asumiendo sus grandes contradicciones, sus fracasos, sus expectativas logradas pero también las no satisfechas, como hechos que le pertenecen a la República, no como algo que tiene que desencadenar “inevitablemente” en una guerra civil. Creo que esa sería la forma más rigurosa de acercarse a la República. Y estas novelas no lo hacen. De hecho, no tenemos novelas de tema estrictamente republicano; la República, como digo, siempre aparece para explicar la guerra que ha de venir de un modo casi inexorable. Esta descripción teleológica no hace justicia –desde un punto de vista histórico- a la República.
Por otro lado, cuando la República se define según el mito de la cruzada de Franco, que aunque fue desterrado por Southworth sus fantasmas todavía merodean por las páginas de nuestra novela reciente, la República aparece como sinónimo de caos y conflicto permanente. ¿Fue así? Como tú señalas, en algunos casos. Claro que hubo tensión social, conflicto de clase, enfrentamientos políticos. Pero eso no puede aplicarse al conjunto del periodo republicano y, ni mucho menos, utilizarlo como una forma de legitimar (o relegitimar) el golpe de Estado, como sucede en algunas novelas que analizo. Hay novelas que muestran el caos para legitimar la necesidad de un correctivo que le devolviera a España el orden. Ese correctivo fue el golpe de Estado.
Otra de tus críticas se adentra en territorios soviéticos: la República, señalas, no fue una marioneta de la URSS, el PCE no fue el brazo ejecutor de las políticas dictadas por las instancias gubernamentales soviéticas. ¿Esta es también una de las constantes de las novelas analizadas? ¿No resulta extraño teniendo en cuenta lo que muchos historiadores, Ángel Viñas entre ellos, Fernando Hernández Sánchez también, han sacado a la luz?
Así es. Esta idea está muy presente en las novelas. Es una idea que alimentaron los ideólogos de la cruzada de Franco. Ellos, los autoproclamados nacionales, tenían que luchar contra una fuerza extranjera que pretendía invadirles, convertir España en una colonia soviética. Franco inició de este modo su cruzada contra el comunismo. Se levantó para salvar España del comunismo. Esta idea, que, insisto, creíamos que Southworth ya la había desterrado para siempre, vuelve a aparecer en nuestra novela. Es verdad que tenemos historiadores prestigiosos y rigurosos como Ángel Viñas o Fernando Hernández Sánchez o Helen Graham que cuestionan, con datos y documentación, esta teoría/mito; sin embargo, nuestros novelistas parece que prefieren reproducir el mito de la cruzada de Franco que arrojar nueva luz para desterrar el mito. Nuestros novelistas prefieren el mito a la Historia.
¿Cómo son tratados los hechos de Mayo de 1937 de Barcelona en las novelas que has analizado?
No son tratados. Hay referencias constantes, pero nunca se abordan “els fets de maig” en profundidad, con voluntad historicista. Se alude a lo que los comunistas hicieron en aquel mayo de 1937 en Barcelona, pero apenas se dice nada de la posición de Azaña, del gobierno de la República, de las causas que lo desencadenaron, de las contradicciones que estallan en la retaguardia de un frente que va perdiendo una guerra; simplemente se quiere transmitir la idea, sin contrastarla ni analizar lo ocurrido con rigor, de que los comunistas españoles, a las órdenes de Stalin, cometían todo tipo de barbaridades, mucho peores que las que cometían los franquistas en su bando. Entre ellas, este episodio.
¿Y la muerte-asesinato de Nin? ¿Hay alguna novela que te parezca especialmente recomendable o destacable que se centre en la “desaparición” del dirigente del POUM?
Lo mismo que lo anterior. Se habla mucho de Nin. Pero tampoco hay un intento de clarificar nada. Nin está puesto al servicio de la ecuación República/URSS, solamente se utiliza para reafirmar la idea de que quien gobernaba en España no era un gobierno democrático y legítimo, sino Stalin. A nuestros novelistas no les importa la historia de Nin, les importa el uso interesado que se puede hacer contando la historia de Nin. Hay una novela que sí se ocupa del caso Nin en concreto; es La noche desnuda de Juan Carlos Arce . Es una novela policíaca.
Tal vez esté equivocado pero dos de los novelistas que merecen más críticas tuyas son Manuel Maristany y Antonio Muñoz Molina. Apenas conozco al primero, pero ¿no ves también alguna transformación en las aproximaciones del segundo al hilo de su evolución política? Algo así como si su mano política guiase su mano novelística.
Manuel Maristany es abiertamente un fascista. Y él mismo lo reconoce. Y afirma que escribe desde su punto de vista de clase, que es la de alguien que pertenecía a la burguesía catalana y que vio como la República hizo retroceder sus privilegios. Y contra la República arremete, poniéndose de lado de los golpistas. Y legitimando el golpe. El golpe fue imprescindible para que su clase perdurara y pervivieran sus privilegios. Y lo celebra. Salvó a España, en su opinión, cuando en realidad salvó a los suyos. Por su parte, Muñoz Molina seguramente no reconoce que es un fascista, y seguramente no lo sea, pero cuando leí su novela La noche de los tiempos no puede sino pensar en aquella frase de Thomas Mann que dice: “Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor, es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad un fascista, y desde luego solo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo”.
Dicho esto, coincido contigo en que la mano política guía su mano novelística. Si –acuérdate- en nuestra anterior conversación hablamos del inconsciente ideológico, en el caso de Muñoz Molina no es el inconsciente el que habla, él es muy consciente de lo que piensa, de lo que dice, de lo que escribe.
Pero es un caso bastante peculiar. ¿No estuvo hace ya algunos años en las proximidades de IU?
Seguramente. Pero hace un par de años, quizá tres, defendió, desde su posición de escritor y de académico de la RAE, que la palabra «comunismo» tenía que equiparse, en el diccionario, a la de fascismo, en tanto que, a su parecer, ambos son regímenes en esencia igualmente totalitarios. Y lo decía sin tener en cuenta que en los textos fundacionales del fascismo esta ideología política se definía a sí misma como totalitaria, mientras que el comunismo nunca se ha definido a sí mismo en esos términos. No sé a quién votará Muñoz Molina, ni me interesa; lo que me interesa es ver qué dicen sus textos. Y su última novela es claramente anticomunista y su anticomunismo se asemeja mucho más al anticomunismo que construyó el fascismo que al anticomunismo liberal. Aunque hay un poco de todo.
Hablas de una clara y digna excepción, de una novela de Felipe Alcaraz. ¿Nos hablas un poco de ella? Por lo demás, perdona la impertinencia: ¿no será que tu juicio positivo sobre La muerte imposible está mediado o cuanto menos influenciado por tu mayor proximidad política a las posiciones del que fuera diputado del PCE?
Asumo la impertinencia, porque, si me permites el juego de palabras, es muy pertinente. Cuando hago juicios positivos –y lo hago en el caso de Felipe Alcaraz, pero también de Isaac Rosa- no lo hago por nuestra proximidad política, sino porque creo que coincidimos en nuestra forma de concebir la memoria no como una forma estéril de acercarnos al pasado, sino como un modo de cambiar el presente. Pero me preguntas por la novela.
Sobre ella te preguntaba
Es interesante, porque nos habla de Mercedes Olmedo, una mujer que decide, cuando los fascistas van a capturarla para fusilarla, no ser derrotada. Y se suicida. El suicidio, se dice, es una victoria al revés. Aunque, como dice Pavese, los suicidios son homicidios tímidos –y así se dice en la novela-, también se contempla como una victoria. No lo han asesinado, no permitió que la asesinaran, no permitió que en su cuerpo se encontrara ni una sola huella de la derrota. Antes de sufrir la derrota, ella misma se quitó la vida.
¿Cómo debería escribirse una novela sobre la guerra civil española? No sé si has leído Todo que ganar: ¿de esa forma, de la forma en que Juako Escaso relaciona y vincula nuestro pasado relativamente reciente (Vitoria, 3 de marzo) y nuestro presente?
No he leído, todavía, la novela de Juako Escaso. La enorme labor que están realizando Eva Fernández y Alfonso Serrano en la editorial La Oveja Roja hace que se nos acumulen lecturas. Qué mes de febrero: Panfleto para seguir viviendo, Insurgencias invisibles y ahora Todo que ganar. La Oveja Roja demuestra que otra literatura es posible. Celebro que existan.

Tienes razón. Yo también.
Ahora bien, no sé –ni es la función del crítico saberlo- cómo debería escribirse una novela sobre la Guerra Civil. El trabajo del crítico no es normativo. Tienen que ser los novelistas quienes diriman cómo tiene que tratarse un tema en su literatura; luego, la labor del crítico es impugnarlo o celebrarlo, observar si es un discurso inmovilizador o emancipador. No obstante, me aventuro con una respuesta: una novela sobre la Guerra Civil tiene que mostrar la continuidad que existe entre el pasado vencedor y nuestro presente, que es heredero de ese pasado. Tiene que mostrar la continuidad para que podamos establecer una ruptura con ese pasado que pervive todavía en nuestro presente.
Dos preguntas un poco descorteses. De las novelas que has citado hasta el momento, hay una en la que creo que eres un pelín injusto: Los girasoles ciegos. A mí me parece que es una novela que ayuda a amar la República y la resistencia antifascista, a acercarse a ellas, a proseguir con su legado. Mueve al lector/a a la insumisión, no a pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles, en una aburrida democracia por ejemplo y que todo ya está hecho. No te oculto mi admiración por Alberto Méndez.
Tú nunca eres descortés, querido Salvador. Agradezco esta pregunta. A mí también me parece una buena novela Los girasoles ciegos. De hecho, si no recuerdo mal, lo que en el libro analizo de la novela de Alberto Méndez es bastante positivo: hablo de la posibilidad de hacer de la escritura un instrumento para mantener viva la memoria, un arma para combatir no ya contra la muerte física, sino la muerte hermenéutica, aquella que condena a los muertos a la insignificancia, aquella que borra su nombre de la Historia.
La segunda de estas preguntas: ¿novela no es ficción, no es creación? ¿No estás ideologizando en exceso el trabajo de un novelista? ¿No estás presuponiendo que el novelista tenga que mancharse sus manos más de la cuenta y que lo mire todo con ojos políticos?
Si asumimos que la novela es sólo ficción o creación y que por lo tanto tenemos que analizarla sólo desde la propia ficción y tenemos que aceptar que la literatura sólo a la literatura se debe y no a la Historia, supone asumir la visión dominante de lo que tenemos que entender por literatura. Yo entiendo que la literatura no es sólo un discurso bello o un discurso que nos entretiene, creo que la literatura es un operador privilegiado de reproducción y legitimación ideológica, como nos enseñó Althusser, Balibar, Macherey, Juan Carlos Rodríguez o Julio Rodríguez Puértolas. Por eso, y no por voluntad inquisidora, analizamos la ideología que late en los textos. Porque, en tanto que discurso público, construye ideología, transmite una visión del mundo. La labor del crítico, en mi opinión, es analizar qué tipo de discurso ideológico se esconde detrás de una novela y señalarlo. Porque la literatura no es inocente, no es un discurso autónomo y neutral, participa en la esfera pública. Por ello es necesario analizarlo.
Un comentario de texto. El comité de la noche, se le pregunta en Diagonal a Belén Gopegui, “tiene un lenguaje cuidado, una capacidad de crear diálogos intensos, referencias intertextuales precisas. ¿Es posible un lenguaje antagonista dentro de los códigos del poder?”. Su respuesta, la respuesta de Belén: “Entre la frase de Audre Lorde “las herramientas del amo no destruirán la casa del amo”, aquella de Chirbes “la buena letra es el disfraz de las mentiras” y el verso de Adrienne Rich “éste es el lenguaje del opresor / y sin embargo lo necesito para hablarte”, transcurre un debate de siglos”. En realidad, prosigue la autora de Lo real, “parte de la evolución de lo que sea que llamemos arte ha estado marcada por la necesidad de cambiar las herramientas, violentar el lenguaje y hacer estallar en pedazos la buena letra impuesta por la clase dominante”. Cita entonces a Jesús Ibáñez (José Luis Moreno Pestaña ha escrito un gran libro sobre él) quien “contaba la historia de aquel maestro que le decía a su discípulo: “Si dices que este palo es real, te pegaré con él, si dices que no es real, te pegaré con él, si callas, te pegaré con él”. La salida, decía, era arrancarle el palo de las manos y darle con él en la cabeza”. Dicho de otro modo y con respecto al arte, concluye Belén, “aun manteniendo siempre la atención hacia todo lo que los códigos y herramientas cuentan por sí mismos, y aun procurando siempre destrozar esos códigos y esas herramientas, recordemos también que la razón de destrozarlos no es un dilema formal, como si eso existiera, sino arrebatar el palo, el monopolio de la violencia real, microfísica, simbólica, que, de modo ilegítimo, ejercen el capital y el patriarcado”. ¿Qué tal esta reflexión? ¿La suscribirías?
Totalmente. Belén Gopegui es una de las escritoras que más ha reflexionado sobre las posibilidades de la literatura para la emancipación y la transformación política y social. Aprendo mucho leyéndola. Suscribo cada una de sus palabras.
Llegamos a la tercera parte. ¿Abuso de ti si te propongo una cuarta entrevista? La última, te lo prometo. Por cierto, ¿qué es eso de la liquidación de la historicidad, el título de esta parte anunciada? ¿Liquidación de la historicidad hablando de novelas que toman pie en la mal llamada guerra civil española? ¿No es eso una verdadera contradicción?
En absoluto abusas de mí. Agradezco mucho tus preguntas y la molestia que te estás tomando. El interés que estás mostrando en mi trabajo. Es para mí un placer enorme poder dialogar contigo. Y para responderte, voy a utilizar un chascarrillo de Z izek, de quien ya hablamos en nuestra última conversación. En el capitalismo avanzado la cerveza es sin alcohol, el café sin cafeína, el helado sin grasa... y yo añado: y las novelas históricas sin Historia. Parece una contradicción, en efecto, pero esto es la liquidación de la historicidad. Novelas históricas donde la Historia, en un sentido fuerte, como lugar de conflictos y contradicciones, como algo vivo, en movimiento, desaparece de estas novelas históricas. El pasado se vuelve un lugar estático, un escenario, un telón de fondo, en una localización, donde ocurren conflictos individuales, pero en vez de situarse en la actualidad se sitúan en plena Guerra Civil. Seguiremos profundizándolo en la ¿definitiva? entrevista. Será, insisto, para mí un placer proseguir este diálogo.

De acuerdo. Hasta pronto. 

Salvador López Arnal // Publicado en Rebelión (16 de marzo de 2015). Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=196513