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martes, 13 de enero de 2015

La ciencia-ficción de ayer es el realismo de hoy


En 1984, la novela distópica de George Orwell, el Gran Hermano vigilaba a sus ciudadanos –en estricto, súbditos– a través de una pantalla. Lejos de concebirse ese asalto a la privacidad como una amenaza a la libertad individual, todo el mundo quería tener una pantalla desde la que ver –y ser vistos por– el Gran Hermano. La pantalla era un símbolo de distinción social. No tener una significaba vivir en los márgenes, ser un excluido, no pertenecer a la sociedad.

Acaso ocurra algo parecido con las redes sociales en la actualidad, donde nadie nos obliga a estar, pero estamos, ya que lo contrario supondría condenarnos a la inexistencia. Quien no tiene un perfil social no sale en la foto. En las redes sociales retransmitimos nuestra vida al minuto, hacemos público nuestro día a día, nuestros actos más cotidianos e insignificantes, pero también aquellos sentimientos más íntimos, e incluso nuestros pensamientos políticos. Con cada tuit, con cada post, en cada lista, en cada muro, contribuimos a difuminar la frontera entre lo público y lo privado. Pero, ¿dónde está el límite?

Al límite, a ese límite, nos conduce la última novela de Thomas Pynchon titulada, precisamente, Al límite (Tusquets). La novela, cuya acción transcurre en los meses que precedieron al 11 de septiembre de 2001, está protagonizada por una investigadora de delitos fiscales que de pronto se ve inmiscuida en una trama global de terrorismo y seguridad informática. Aunque el ritmo de la narración en ocasiones sufre una desaceleración y el glosario final de vocabulario informático no es suficiente para que el lector poco docto en la materia se sienta perdido en una nebulosa terminológica del mundo hacker, lo cierto es que la novela de Pynchon trae sobre sus páginas una interesante reflexión sobre el intento, por parte del poder, de colonizar ese espacio de libertad que pretendía ser internet antes del atentado de las Torres Gemelas.


Rodeada de «tecno chusma» e «inadaptados sociales» que no han sabido renovarse tras el estallido de la burbuja tecnológica –entre los que se cuenta un fetichista de los pies, un obsesionado por descubrir el olor de Hitler o una mujer que no sueña sino con tener el pelo de Jennifer Aniston– Maxime Tarnow, la protagonista de Al límite, recibe el encargo de investigar a la tan poderosa como turbia empresa de seguridad informática «hashslingrz». Durante sus pesquisas, la protagonista empieza a conocer el verdadero funcionamiento de la red. Descubre, entonces, el significado de «Web Profunda», ese lugar de internet que no vemos pero que está detrás de las pantallas superficiales que visitamos, un sitio donde la información alojada no puede ser rastreada ni redirigida por los buscadores. En la «Web Profunda» la información circula libre, sin control ni vigilancia. Tampoco hay publicidad. Es oscura y opaca, el lado adverso de la transparencia, pero nadie puede controlarla.

Pero ese espacio de libertad absoluta también puede usarse para organizar tramas de corrupción, para la preparación de la ciberguerra o el terrorismo, como muestra Al límite de Thomas Pynchon. No es casualidad que la trama de la novela gire alrededor del 11-S. El atentado de Manhattan inauguró una nueva forma de concebir la libertad y la seguridad. A partir de este trágico episodio histórico ambos conceptos se presentaron como antagónicos: era imprescindible renunciar a la libertad para proteger nuestra integridad física, nuestra seguridad como individuos, pero también como nación. Renunciamos a ser libres para salvaguardarnos de la amenaza terrorista. Y empezó el control sobre nuestras vidas. Todos nuestros pasos por la red quedaron a partir de entonces registrados. Ya era imposible borrar nuestras huellas por donde virtualmente paseábamos. Esta nueva dialéctica que empezó a gobernar el mundo a partir del 11 de septiembre de 2011 –la dialéctica libertad/seguridad– es la que estructura la novela de Pynchon.

El 11-S fue, en cierto modo, funcional al poder. No solo porque Al límite presente oscuros contratos entre el gobierno de Estados Unidos y potenciales terroristas de Oriente Medio, ni porque en parte se sugiera, en boca de uno de sus personajes, que el atentado no fue sino un montaje del mismo Pentágono para legitimar una guerra posterior para apoderarse del petróleo, sino porque el desplome de las Torres Gemelas fue el pretexto necesario, el shock, que permitió que el aumento de la seguridad nacional fuera en detrimento de la libertad individual. El 11-S fue la coartada perfecta para que el poder empezara a controlarlo todo. Para que el Gran Hermano nos vigilara de cerca. En la novela de Pynchon se muestra claramente el modo en que, tras el atentado, internet cambia su rostro, se abren las puertas traseras en la red y toda la información empieza a ser controlada por los gobiernos. Ya nada escapa de su dominio. Estamos vigilados.

Por su parte, la última novela de Dave Eggers, El Círculo (Random House), nos presenta un futuro lejano, aunque no demasiado lejano, donde internet logra imponer su dominación totalitaria. Mae Holland, la protagonista de la novela, entra a trabajar en el Círculo, una empresa de creación de aplicaciones informáticas que, al poco tiempo, se convierte en la empresa más influyente del mundo. La misión del Círculo es trabajar para simplificarle la vida a los usuarios, pero también para hacer del mundo un lugar más civilizado, transparente y –otra vez la palabra clave– seguro. Empieza con el lanzamiento de la herramienta TruYou, que logra unificar en una sola cuenta los distintos perfiles de redes sociales de los usuarios con sus cuentas bancarias y correos electrónicos, eliminando la incómoda necesidad de memorizar múltiples contraseñas. Esta aplicación sirve además para fundir en un solo perfil la identidad real y la identidad virtual de los usuarios, construyendo el «yo verdadero», imposible de deformar o enmascarar. El anonimato está prohibido.


Entre las aplicaciones estrella que ha diseñado el Círculo destacan SeeChange y ChildTrack. La primera es un diminuto dispositivo de vídeo que permite retransmitir por streaming de alta calidad todo lo que sucede en el mundo. Instaladas en cada rincón del planeta, las pequeñas cámaras permiten conocer de primera mano lo que está ocurriendo en la otra punta del mundo; pero el mayor logro es su aplicación en el ámbito de los derechos humanos, cuenta uno de los tres Sabios de el Círculo, en el Gran Salón, durante la presentación del proyecto, celebrado el Viernes de los Sueños. En la demostración, la cámara retransmite en directo una protesta en Egipto. Si se produce una violación de derechos humanos o un asesinato –se dice desde el Círculo– la cámara lo captará, y el culpable será condenado. Los delitos en el mundo descenderán y los derechos humanos se cumplirán a lo largo y ancho del planeta con SeeChange –concluyen–: todos serán observados por las cámaras del Círculo y el mundo se volverá un lugar más seguro. Child Track, por su parte, nace con el propósito de evitar secuestros, violaciones y asesinatos a menores. Por medio de la colocación de un chip en el tobillo de niñas y niños se podrá conocer en todo momento, y a tiempo real, su ubicación exacta. Será obligatorio, aunque no importa: madres y padres, agitados por el miedo de ver a sus hijos en peligro, desean adquirirlo desde el anuncio de su lanzamiento. No se sienten vigilados, se sienten protegidos.  

El lema del Círculo es que el conocimiento es un derecho y, en consecuencia, su apuesta es por un mundo donde la transparencia sea total, donde no existan secretos. El secreto es la coartada del delito, según el Círculo. Aunque, como dice Pármeno en La Celestina, «a quien dices el secreto das tu libertad». Lo que parecía una herramienta para vivir en un mundo más libre y menos corrupto de pronto parece volverse un régimen totalitario y asfixiante. A medida que el poder del Círculo va en aumento y que sus dispositivos y aplicaciones se generalizan, el común de la gente se ve sometida a la lógica de la transparencia. Todo el mundo retransmite su vida en directo. Primero fueron los políticos, a quienes, en pos de la transparencia y para evitar corruptelas y presiones de los lobbys en reuniones opacas, se les instó a llevar una cámara para registrar su actividad política, pero también su vida privada. También Mae, la protagonista de El Círculo de Eggers, lleva una cámara desde la que emite, para sus seguidores de las redes sociales, su día a día, todas sus conversaciones, sus gestos, sus pasos, sus gustos y opiniones, que inmediatamente se traducen en beneficios para las empresas que venden los productos que Mae comenta. Desde una pulsera que lleva en la muñeca izquierda, Mae puede leer los comentarios que le hacen sus seguidores, que apenas se pierden de lo que acontece en su vida.

La vida es transparente, no hay secretos, porque tener secretos es robarle a los demás un conocimiento que debería ser libre, accesible a todos, se dice desde el Círculo. El discurso de la transparencia y de la libre circulación del conocimiento, que se presenta como progresista o incluso como emancipador, en realidad reproduce la lógica de la desregulación propia de la ideología neoliberal, como describe David García Aristegui en su ensayo Por qué Marx no habló de copyright (Enclave de Libros).

Aunque la trama de El Círculo parece ocurrir en un universo distópico, lo cierto es que lo que sucede en la novela de Eggers no dista mucho de parecerse a los comportamientos que tiene cualquier usuario de las redes sociales en la actualidad. Pero en El Círculo está exagerado. Como si su autor nos advirtiera de que, si no tiramos del freno de emergencia, podemos terminar habitando un mundo demasiado parecido al que pretende construir el Círculo: un mundo controlado por internet, donde no hay espacio para la libertad individual ni para la intimidad, un lugar donde toda la vida –toda: salvo los tres minutos diarios de intimidad en el cuarto de baño que nos concede El Círculo– sea retransmitida y comentada por las redes sociales.


En su último libro, Cuando Google encontró a Wikileaks (Clave Intelectual), Julian Assange muestra con preocupación el modo en que facilitamos en la red datos que pertenecen a nuestra intimidad, tras demostrar que Google tiene mayor capacidad para la recopilación de datos e información que la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos). Assange denuncia en su libro la cooperación que existe entre el poder político y militar de Estados Unidos y las corporaciones tecnológicas norteamericanas, así como la manera en que estas ejercen tareas de diplomacia encubierta, accediendo a lugares donde la inteligencia estadounidense jamás podría acceder, haciendo uso de un discurso amable, progresista y moderno. Un discurso que lejos de ser emancipador conduce al poder totalitario jamás pensado.  

Sobre la construcción de este nuevo poder hablan estos dos tecnothrillers. Tanto en Al límite de Thomas Pynchon como El círculo de Dave Eggers, se pone de manifiesto que la pesadilla de Orwell se ha cumplido. Pero existe una diferencia: no ha sido en un régimen totalitario como parecía vaticinar 1984, sino en la democracia liberal capitalista. La ciencia-ficción de ayer es el realismo de hoy o, como muy tarde, el de pasado mañana. La distopía ya está aquí, vive entre nosotros.    


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