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martes, 27 de enero de 2015

¿Copyright o barbarie?

Sobre ¿Por qué Marx no habló de copyright? de David García Aristegui (Enclave de Libros, 2014)

Aunque el título del libro plantea una interrogación, tampoco hubiera sido desacertado presentarlo en forma de respuesta o como oración causal: Porque Marx no habló de copyright. La izquierda sufre una enorme desorientación en materia de derechos de autor y de propiedad intelectual, precisamente porque Marx no habló de copyright. Si Marx hubiera hablado de copyright, quizá este libro no sería tan urgente, pero como no lo hizo –o apenas lo hizo– necesitamos ¿Por qué Marx no habló del copyright? de David García Aristegui para resituarnos en este complejo e intenso debate.

Antes de entrar de lleno en la problemática, el autor ofrece una breve historia de la propiedad intelectual, desde su nacimiento hasta nuestros días. Lo interesante del bosquejo histórico es observar una contradicción radical: la burguesía emprende una lucha contra los gremios con el fin de lograr –y permitidme la expresión– una «desamortización» del libro que libere el mercado del libro del control que, hasta el momento, habían ejercido los libreros organizados en gremios. La burguesía, con su lucha, logra ampliar la libertad de expresión; a partir de este momento, al no existir control, aumentan los títulos que se publican. Sin embargo, el nuevo escenario pone en circulación ediciones piratas y libros con malos acabados y peor impresos, además de hacer imposible que al autor se le remunere toda la rentabilidad que su obra genera (lo que recuerda sobremanera a lo que sucede hoy con internet). Es necesario ejercer un nuevo control, regular el nuevo mercado del libro. Nacen los derechos de autor.

Los derechos de autor surgen –podemos afirmar, aun a riesgo de sintetizar demasiado– de la lucha de la burguesía ilustrada contra los residuos feudales que pervivían en el Estado Absolutista. Podríamos pensar, desde la izquierda, que en tanto que productos burgueses conviene desplazarlos, si lo que pretendemos es construir una sociedad post-capitalista. Pero no: del siglo ilustrado hay mucho que mantener, e incluso que recuperar, como el Estado de Derecho, la noción de crítica, el periodismo, la igualdad, libertad y fraternidad, etc. Y los derechos de autor, en opinión de David García Aristegui, también.

El problema es que, cuando hablamos de cultura y mucho más de «cultura libre», lo hacemos asumiendo el discurso neoliberal. Si bien existe una vía de la «cultura libre» que busca producir al margen de las relaciones sociales y de producción capitalistas, lo cierto, señala García Aristegui, es que buena parte de sus postulados guarda enormes y muy sospechosas similitudes con la agenda neoliberal. Porque Marx no habló de copyright, buena parte de la izquierda está desorientada y asume como propios discursos que han sido diseñados por la llamada Ideología Californiana, esto es, por las corporaciones tecnológicas multinacionales de Silicon Valley que, a través de narrativas posmodernas y aparentemente emancipadoras, no hacen sino reproducir los esquemas neoliberales de la desregulación. La cultura, dicen, debe brotar libre, sin controles de ningún tipo; la cultura, por sí misma, sabrá regularse sola, como si existiera, también en las industrias culturales, una mano invisible capaz de corregir sus imperfecciones. El discurso ha calado hondo. Pero, si estamos en contra de la desregularización de los mercados, de la desregulación de la educación y la sanidad, se pregunta David García Aristegui, ¿por qué no vamos a estar en contra de la desregularización de los derechos de autor? De forma muy atinada, ¿Por qué Marx no habló de copyright? cuestiona el modo en que, de forma acrítica, hemos asumido como propios, en el ámbito cultural, los códigos de la ideología neoliberal.

Para hacer frente a la ideología neoliberal que hemos interiorizado, David García Aristegui propone en su libro que es tan urgente como necesario construir sindicatos en el ámbito de las industrias culturales. «Más que nuevos tipos de licencias son necesarias instancias colectivas para la gestión de la propiedad intelectual y derechos de autor. Necesitamos sindicatos en el ámbito de la cultura», dice el autor de ¿Por qué Marx no habló de copyright? Por si acaso alguien se anima, él ya ha colgado la primera pancarta: «Los derechos no se venden, se defienden».


David Becerra Mayor // Publicado en La Marea. Fuente: http://www.lamarea.com/2015/01/21/copyright-o-barbarie/ 

martes, 20 de enero de 2015

La clase media arderá

Decía Franco que el mejor monumento que había construido no era el Valle de los Caídos, sino la clase media; José Luis Arrese, su ministro de Vivienda, puso la primera piedra del monumento con aquella frase que terminó definiendo a la clase media: “Queremos un país de propietarios, no de proletarios”. Esta conversión de los proletarios en propietarios perseguía la desactivación política de la clase trabajadora que, en una posición más acomodada, renuncia a luchar.

Pero, ¿qué es la clase media? En términos objetivos, la clase media no existe. Sancho Panza decía que “dos linajes hay en el mundo que son el tener y no tener”; o lo que es lo mismo, si el escudero de don Quijote hubiera leído a Marx (cosa improbable por la época), que la sociedad se divide entre quien posee los medios de producción y quien no posee nada más que su fuerza de trabajo. El capitalismo, en su funcionamiento objetivo, no da lugar a matices. Así es si lo analizamos en su objetividad, pero hay que tener en cuenta también las condiciones subjetivas, que es lo que retrata Esteban Hernández en su ensayo El fin de la clase media. Se conciben como clase media aquellos trabajadores, a veces cualificados y de profesión liberal, que experimentan un desclasamiento hacia arriba como consecuencia de su acceso al consumo: con mayor poder adquisitivo que sus iguales se distinguen en una forma de vida más holgada, en un momento histórico en que el capitalismo permite una mayor distribución de los excedentes del capital. La clase media, en esta coyuntura, escribe su relato triunfal: con el trabajo y el esfuerzo es posible mejorar nuestras condiciones de vida, como se trasluce de las distintas entrevistas que realiza Hernández en su libro.

Sin embargo, desde que el capitalismo entró en crisis y circulan menos excedentes, la clase media ha compuesto otro relato: el de la pérdida. Desde su posición acomodaticia, observa cómo de pronto su mundo se desmorona. La clase media se precariza, su poder adquisitivo mengua y su acceso al consumo desciende. Para sobrevivir a la nueva coyuntura, tiene que reinventarse, nos dice El fin de la clase media con un tono tan apocalíptico como apologético, asumiendo que no queda otra salida que la adaptación a los nuevos tiempos –y el relato de la pérdida se sustituye por el relato de la supervivencia–. Pero existe la posibilidad de construir otra narrativa que no pase por asumir la derrota. Porque cuando la clase media deja de diferenciarse del proletariado que rehuía, vuelve a bajar a las plazas. La clase media, cuando deja de serlo, encuentra motivos por los que luchar.

Es el fin de la clase media, nos dice Hernández. Habrá que ver si su fin es el comienzo de algo. Cuando la clase media se sume a la lucha, empiece a cuestionar sus propios relatos y analice el papel funcional que ha representado en un sistema que ahora la expulsa –“la clase media garantiza la continuidad y la estabilidad del sistema”, escribe Hernández–, entonces sucederá lo que vaticinan los versos de Antonio Orihuela: “El día que queramos luchar contra nosotros mismos / ese día / la clase media /arderá”.

David Becerra Mayor // Publicado en La Marea, nº, 22 (diciembre 2014), pág. 61: http://www.lamarea.com/2015/01/04/la-clase-media-ardera/

jueves, 15 de enero de 2015

Un paso adelante, dos pasos atrás


La primera vez que asistí a un concierto de Nacho Vegas, lo que más me llamó la atención fue que cuando alguien del público se disponía a corear un estribillo, de varios lugares de la sala se oía un «Shhhh!». La liturgia exigía silencio y un simple tarareo suponía un sacrilegio. La experiencia se tenía que vivir en solitario y cantar en común era caer demasiado bajo. Esta actitud individualista tal vez sirva para definir la ideología de indies, hipsters y gafapastas que Víctor Lenore analiza en su libro. Disfrazado de contracultura, el indie reproduce la ideología dominante por medio de un comportamiento clasista de distinción. Indies, hipsters y gafapastas, cuyo subtítulo muestra de forma muy explícita el objetivo que se persigue en sus páginas, Crónica de una dominación cultural, tratar de explicar «cómo se han impuesto estas subculturas modernas, qué estructuras de poder refuerzan y por qué nos atrae tanto esta estética dominante en el capitalismo avanzado».

Lo primero que se observa en el ensayo de Lenore es el modo en que la música indie -aunque no estamos sólo ante un fenómeno musical- trata de rehuir lo político. La política mancha, convierte el arte en panfleto, dirán desde el indie, y sus canciones se encerrarán en el plano de lo íntimo y lo individual (y en ocasiones, de lo sideral). Los conflictos sociales se invisibilizan y no se muestran más tensiones que las que suceden en el interior de un sujeto problemático. Hay una desconexión total con la realidad inmediata y, en consecuencia, y como sostiene Lenore, «está claro que nadie podría adivinar qué estaba pasando en nuestro país a partir de discos». A diferencia de otras culturas urbanas, en el indie, dice el autor, «se ha disuelto en gran parte aquella vieja hostilidad, recuerdo de la lucha de clases, que hizo que algunas tribus urbanas (punkis, hippies, okupas...) sirvieran como educación política para millones de jóvenes de Occidente». No obstante, conviene recordar, como apunta Nacho Vegas en el prólogo que abre el libro, que aunque el indie fuera «una escena despolitizada no se quiere decir que careciera de dimensión política, sino de conciencia política [...]. El arte no es político sólo en su versión antagonista o de denuncia, sino que lo es también por omisión o asunción del discurso dominante». Como decía Althusser, «la ideología nunca dice “soy ideológica”», como asimismo se observa en la última hora de la narrativa española (como lo he tratado en mi ensayo La novela de la no-ideología).

Pero no sólo en la ausencia del conflicto se encuentra la ideología de los hipsters, sino también en su intento de servirse de la cultura como instrumento de desclasamiento social, para distinguirse cada vez más de una clase trabajadora que aborrecen. Porque como los define Lenore, los hipsters no son sino «blancos de clase media y alta intentando marcar distancias culturales con el populacho». Y lo hacen por medio de un consumo cultural elitista, de marcada anglofilia, de gustos selectos, de objetos de edición limitada, de productos culturales que no gusten a las masas. También tratan de diferenciarse de la clase trabajadora definiéndose como un «clase creativa» que vive -o malvive, porque en el mundo hispter existen unas precarias condiciones de trabajo que sin embargo se invisibilizan en sus productos- de trabajos ligados al arte, al diseño o a la comunicación. El hispter hace apología del emprendimiento como única posibilidad de triunfar según un esquema de valores -vale decir: una ideología- centrada en el individualismo. Sin embargo, y como señala muy acertadamente el autor, el giro procapitalista de los hipsters encuentra su motivo en que estos jóvenes «salieron de la universidad con deudas enormes y un mercado de trabajo destrozado. Para ellos, montar un pequeños negocio que tenga éxito es la única salida vital posible, de ahí el extremo interés por el emprendizaje».

Aunque no es el propósito del libro hacer una propuesta de una cultura alternativa, más allá de la afirmación -que el mismo autor considera poco ambiciosa- de «acabar con el racismo, el esnobismo, la angolofilia, el machismo y la pedantería» en el ámbito cultural, en sus artículos periodísticos y en las entrevistas que ha concedido a raíz de la publicación de Indies, hipsters y gafapastas, Víctor Lenore hace frente a esta cultura hegemónica disfrazada de contrahegemónica por medio de la reivindicación de una cultura popular que va desde el reguetón a la rumba, pasando por la cumbia villera. En este punto es donde resulta imprescindible volver a Lenin. No podemos sino celebrar la publicación de un ensayo como el de Lenore, que analiza la cultura en términos de dominación, dando un paso adelante. Pero también tenemos que advertir que se dan dos pasos atrás al oponerse a lo existente desde un discurso asimismo existente y, en consecuencia, tan ideologizada como el que denuncia, en vez de construir una cultura otra. Porque en eso que Lenore llama «cultura popular» hay tanto clasismo y machismo como en la música hipster. Basta detener las caderas y pararse a escuchar sus letras (Vr. gr.: «Acabo de conocerte / disculpa pero no puedo mantenerte / sólo quiero complacerte»).

Pero con independencia de lo último, el libro de Víctor Lenore resulta a todas luces necesario, ya que genera un debate allí donde había un terreno estéril para una discusión política y cultural seria, donde sólo había un consenso inmovilizador, encuentros complacientes, falta de reflexión pública y, sobre todo, mucha apología de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. La coyuntura histórica determinará si los dos pasos atrás son un retroceso o el gesto necesario para coger impulso. Depende de nosotros.

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 280 (enero 2015). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4442 

martes, 13 de enero de 2015

La ciencia-ficción de ayer es el realismo de hoy


En 1984, la novela distópica de George Orwell, el Gran Hermano vigilaba a sus ciudadanos –en estricto, súbditos– a través de una pantalla. Lejos de concebirse ese asalto a la privacidad como una amenaza a la libertad individual, todo el mundo quería tener una pantalla desde la que ver –y ser vistos por– el Gran Hermano. La pantalla era un símbolo de distinción social. No tener una significaba vivir en los márgenes, ser un excluido, no pertenecer a la sociedad.

Acaso ocurra algo parecido con las redes sociales en la actualidad, donde nadie nos obliga a estar, pero estamos, ya que lo contrario supondría condenarnos a la inexistencia. Quien no tiene un perfil social no sale en la foto. En las redes sociales retransmitimos nuestra vida al minuto, hacemos público nuestro día a día, nuestros actos más cotidianos e insignificantes, pero también aquellos sentimientos más íntimos, e incluso nuestros pensamientos políticos. Con cada tuit, con cada post, en cada lista, en cada muro, contribuimos a difuminar la frontera entre lo público y lo privado. Pero, ¿dónde está el límite?

Al límite, a ese límite, nos conduce la última novela de Thomas Pynchon titulada, precisamente, Al límite (Tusquets). La novela, cuya acción transcurre en los meses que precedieron al 11 de septiembre de 2001, está protagonizada por una investigadora de delitos fiscales que de pronto se ve inmiscuida en una trama global de terrorismo y seguridad informática. Aunque el ritmo de la narración en ocasiones sufre una desaceleración y el glosario final de vocabulario informático no es suficiente para que el lector poco docto en la materia se sienta perdido en una nebulosa terminológica del mundo hacker, lo cierto es que la novela de Pynchon trae sobre sus páginas una interesante reflexión sobre el intento, por parte del poder, de colonizar ese espacio de libertad que pretendía ser internet antes del atentado de las Torres Gemelas.


Rodeada de «tecno chusma» e «inadaptados sociales» que no han sabido renovarse tras el estallido de la burbuja tecnológica –entre los que se cuenta un fetichista de los pies, un obsesionado por descubrir el olor de Hitler o una mujer que no sueña sino con tener el pelo de Jennifer Aniston– Maxime Tarnow, la protagonista de Al límite, recibe el encargo de investigar a la tan poderosa como turbia empresa de seguridad informática «hashslingrz». Durante sus pesquisas, la protagonista empieza a conocer el verdadero funcionamiento de la red. Descubre, entonces, el significado de «Web Profunda», ese lugar de internet que no vemos pero que está detrás de las pantallas superficiales que visitamos, un sitio donde la información alojada no puede ser rastreada ni redirigida por los buscadores. En la «Web Profunda» la información circula libre, sin control ni vigilancia. Tampoco hay publicidad. Es oscura y opaca, el lado adverso de la transparencia, pero nadie puede controlarla.

Pero ese espacio de libertad absoluta también puede usarse para organizar tramas de corrupción, para la preparación de la ciberguerra o el terrorismo, como muestra Al límite de Thomas Pynchon. No es casualidad que la trama de la novela gire alrededor del 11-S. El atentado de Manhattan inauguró una nueva forma de concebir la libertad y la seguridad. A partir de este trágico episodio histórico ambos conceptos se presentaron como antagónicos: era imprescindible renunciar a la libertad para proteger nuestra integridad física, nuestra seguridad como individuos, pero también como nación. Renunciamos a ser libres para salvaguardarnos de la amenaza terrorista. Y empezó el control sobre nuestras vidas. Todos nuestros pasos por la red quedaron a partir de entonces registrados. Ya era imposible borrar nuestras huellas por donde virtualmente paseábamos. Esta nueva dialéctica que empezó a gobernar el mundo a partir del 11 de septiembre de 2011 –la dialéctica libertad/seguridad– es la que estructura la novela de Pynchon.

El 11-S fue, en cierto modo, funcional al poder. No solo porque Al límite presente oscuros contratos entre el gobierno de Estados Unidos y potenciales terroristas de Oriente Medio, ni porque en parte se sugiera, en boca de uno de sus personajes, que el atentado no fue sino un montaje del mismo Pentágono para legitimar una guerra posterior para apoderarse del petróleo, sino porque el desplome de las Torres Gemelas fue el pretexto necesario, el shock, que permitió que el aumento de la seguridad nacional fuera en detrimento de la libertad individual. El 11-S fue la coartada perfecta para que el poder empezara a controlarlo todo. Para que el Gran Hermano nos vigilara de cerca. En la novela de Pynchon se muestra claramente el modo en que, tras el atentado, internet cambia su rostro, se abren las puertas traseras en la red y toda la información empieza a ser controlada por los gobiernos. Ya nada escapa de su dominio. Estamos vigilados.

Por su parte, la última novela de Dave Eggers, El Círculo (Random House), nos presenta un futuro lejano, aunque no demasiado lejano, donde internet logra imponer su dominación totalitaria. Mae Holland, la protagonista de la novela, entra a trabajar en el Círculo, una empresa de creación de aplicaciones informáticas que, al poco tiempo, se convierte en la empresa más influyente del mundo. La misión del Círculo es trabajar para simplificarle la vida a los usuarios, pero también para hacer del mundo un lugar más civilizado, transparente y –otra vez la palabra clave– seguro. Empieza con el lanzamiento de la herramienta TruYou, que logra unificar en una sola cuenta los distintos perfiles de redes sociales de los usuarios con sus cuentas bancarias y correos electrónicos, eliminando la incómoda necesidad de memorizar múltiples contraseñas. Esta aplicación sirve además para fundir en un solo perfil la identidad real y la identidad virtual de los usuarios, construyendo el «yo verdadero», imposible de deformar o enmascarar. El anonimato está prohibido.


Entre las aplicaciones estrella que ha diseñado el Círculo destacan SeeChange y ChildTrack. La primera es un diminuto dispositivo de vídeo que permite retransmitir por streaming de alta calidad todo lo que sucede en el mundo. Instaladas en cada rincón del planeta, las pequeñas cámaras permiten conocer de primera mano lo que está ocurriendo en la otra punta del mundo; pero el mayor logro es su aplicación en el ámbito de los derechos humanos, cuenta uno de los tres Sabios de el Círculo, en el Gran Salón, durante la presentación del proyecto, celebrado el Viernes de los Sueños. En la demostración, la cámara retransmite en directo una protesta en Egipto. Si se produce una violación de derechos humanos o un asesinato –se dice desde el Círculo– la cámara lo captará, y el culpable será condenado. Los delitos en el mundo descenderán y los derechos humanos se cumplirán a lo largo y ancho del planeta con SeeChange –concluyen–: todos serán observados por las cámaras del Círculo y el mundo se volverá un lugar más seguro. Child Track, por su parte, nace con el propósito de evitar secuestros, violaciones y asesinatos a menores. Por medio de la colocación de un chip en el tobillo de niñas y niños se podrá conocer en todo momento, y a tiempo real, su ubicación exacta. Será obligatorio, aunque no importa: madres y padres, agitados por el miedo de ver a sus hijos en peligro, desean adquirirlo desde el anuncio de su lanzamiento. No se sienten vigilados, se sienten protegidos.  

El lema del Círculo es que el conocimiento es un derecho y, en consecuencia, su apuesta es por un mundo donde la transparencia sea total, donde no existan secretos. El secreto es la coartada del delito, según el Círculo. Aunque, como dice Pármeno en La Celestina, «a quien dices el secreto das tu libertad». Lo que parecía una herramienta para vivir en un mundo más libre y menos corrupto de pronto parece volverse un régimen totalitario y asfixiante. A medida que el poder del Círculo va en aumento y que sus dispositivos y aplicaciones se generalizan, el común de la gente se ve sometida a la lógica de la transparencia. Todo el mundo retransmite su vida en directo. Primero fueron los políticos, a quienes, en pos de la transparencia y para evitar corruptelas y presiones de los lobbys en reuniones opacas, se les instó a llevar una cámara para registrar su actividad política, pero también su vida privada. También Mae, la protagonista de El Círculo de Eggers, lleva una cámara desde la que emite, para sus seguidores de las redes sociales, su día a día, todas sus conversaciones, sus gestos, sus pasos, sus gustos y opiniones, que inmediatamente se traducen en beneficios para las empresas que venden los productos que Mae comenta. Desde una pulsera que lleva en la muñeca izquierda, Mae puede leer los comentarios que le hacen sus seguidores, que apenas se pierden de lo que acontece en su vida.

La vida es transparente, no hay secretos, porque tener secretos es robarle a los demás un conocimiento que debería ser libre, accesible a todos, se dice desde el Círculo. El discurso de la transparencia y de la libre circulación del conocimiento, que se presenta como progresista o incluso como emancipador, en realidad reproduce la lógica de la desregulación propia de la ideología neoliberal, como describe David García Aristegui en su ensayo Por qué Marx no habló de copyright (Enclave de Libros).

Aunque la trama de El Círculo parece ocurrir en un universo distópico, lo cierto es que lo que sucede en la novela de Eggers no dista mucho de parecerse a los comportamientos que tiene cualquier usuario de las redes sociales en la actualidad. Pero en El Círculo está exagerado. Como si su autor nos advirtiera de que, si no tiramos del freno de emergencia, podemos terminar habitando un mundo demasiado parecido al que pretende construir el Círculo: un mundo controlado por internet, donde no hay espacio para la libertad individual ni para la intimidad, un lugar donde toda la vida –toda: salvo los tres minutos diarios de intimidad en el cuarto de baño que nos concede El Círculo– sea retransmitida y comentada por las redes sociales.


En su último libro, Cuando Google encontró a Wikileaks (Clave Intelectual), Julian Assange muestra con preocupación el modo en que facilitamos en la red datos que pertenecen a nuestra intimidad, tras demostrar que Google tiene mayor capacidad para la recopilación de datos e información que la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos). Assange denuncia en su libro la cooperación que existe entre el poder político y militar de Estados Unidos y las corporaciones tecnológicas norteamericanas, así como la manera en que estas ejercen tareas de diplomacia encubierta, accediendo a lugares donde la inteligencia estadounidense jamás podría acceder, haciendo uso de un discurso amable, progresista y moderno. Un discurso que lejos de ser emancipador conduce al poder totalitario jamás pensado.  

Sobre la construcción de este nuevo poder hablan estos dos tecnothrillers. Tanto en Al límite de Thomas Pynchon como El círculo de Dave Eggers, se pone de manifiesto que la pesadilla de Orwell se ha cumplido. Pero existe una diferencia: no ha sido en un régimen totalitario como parecía vaticinar 1984, sino en la democracia liberal capitalista. La ciencia-ficción de ayer es el realismo de hoy o, como muy tarde, el de pasado mañana. La distopía ya está aquí, vive entre nosotros.    


lunes, 12 de enero de 2015

El retrato pornográfico de los Borbones


Si les pareció empalagoso el retrato de la familia real realizado por Antonio López, sea porque no les interesa el arte cortesano, sea porque el exceso de luz en realidad ocultaba las partes oscuras de tan regia familia, acaso una buena forma de reconciliarse con la pintura palaciega sea aproximarse a las acuarelas satíricas firmadas por el seudónimo SEM, y normalmente atribuidas a los hermanos Bécquer, Valeriano y Gustavo Adolfo, tituladas Los Borbones en pelota.
Los Borbones en Pelota (ed. Olifante, 2014)



Aunque está muy extendida la expresión «en pelotas», en plural, para referirse al desnudo, por la asociación que se establece, por su cuestiones obvias, entre los testículos y las pelotas, lo cierto es que en su origen la expresión se escribía en singular, ya que «pelota» era el nombre que recibía la prenda interior que se usaba en los siglos XVI y XVII.

En Los Borbones en pelota la monarquía no aparece tan favorecida como en el retrato de Antonio López. Estas acuarelas, que fueron publicadas en revistas periódicas de la época, aunque también en aleluyas o litografías sueltas, entre 1865 y 1872, muestran a la reina Isabel II y a su comitiva de cortesanos en las alcobas, y no descansando después una agitada jornada de trabajo precisamente. Se trata de una colección de imágenes satíricas que, acompañadas por frases o versos igualmente mordaces que ponen en palabras lo que la imagen enseña, caricaturizan la vida política del reinado de Isabel II desde una perspectiva claramente antimonárquica.
 
Son dibujos que rozan, y en ocasiones superan, lo pornográfico. En ellos reconocemos a los personajes más ilustres de la época, desde Sagasta hasta el Papa, además de los siempre presentes Borbones, sin ropa y en el ejercicio de distintas actividades lujuriosas. Con el sexo al aire, vemos a la reina masturbándose o regodeándose de placer con distintos personajes, sean clérigos, viejos, diputados o «con chulo, cetro y corona», como reza el texto que acompaña una acuarela. Mientras tanto, Francisco de Asís, el esposo de la reina, aparece siempre ilustrado con cuernos que adornan su frente o entendiéndose con una monja, cuando no se le nombra directamente «el rey consorte /primer pajillero de la corte». Todo ello, con la convulsa vida política de fondo, con especial atención a la revolución de septiembre de 1868, denominada «La Gloriosa», que puso fin al reinado de Isabel II. En fin, los Borbones en estado puro, siempre envueltos en escándalos morales y políticos. Más o menos, como ahora.

El rey consorte, / primer pajillero de la corte
Isabel II con su intendente Carlos Marfori. Fco de Asís. A la derecha espera un batallón de guardia, (CC)
Los Borbones en pelota acaba de conocer una nueva –y original– edición, coordinada por Manuel Martínez Forega para la editorial Olifante Ibérico. Esta edición, además de presentar las acuarelas originales, se completa con textos y poemas escritos en la actualidad, que glosan, en prosa o en verso, lo que sucede en las sátiras. Entre la nómina de autores –casi un centenar– que integran esta edición de Los Borbones en pelota destacan poetas como Antonio Orihuela, Alberto García Teresa o Luis Alberto de Cuenca, intelectuales como Ramón Acín o Fernando Aínsa, o  políticos como Chesús Yuste. Todos estos textos, de un modo u otro, actualizan o dan continuidad a unas imágenes que tal vez, a pesar del siglo y medio de distancia, no han perdido del todo la vigencia. 

Además, esta edición Los Borbones en pelota está precedida por un riguroso estudio introductorio del profesor  Jesús Rubio Jiménez, en cuyas páginas cuestiona que la autoría de esta colección de acuarelas pertenezca en exclusiva a los hermanos Bécquer. Para ello el autor considera conveniente no perder de vista la secuencia cronológica.

Las acuarelas Los Borbones en pelota fueron ingresadas en la Biblioteca Nacional en 1986 y publicadas por primera vez como conjunto por Lee Fontanella en 1991. En la edición de Fontanella se atribuye la autoría de las acuarelas a los hermanos Bécquer al retomar, sin cuestionamiento crítico, los estudios realizados en la década de los cincuenta del siglo XX. Todo el malentendido partía de una nota necrológica sobre Adolfo Gustavo Bécquer, publicada en la revista Gil Blas, donde se decía que los hermanos Bécquer habían firmado sus dibujos en la primera época de esa misma revista usando el pseudónimo SEM.

Esta nota sirvió para armar la teoría de los hermanos Bécquer como autores de Los Borbones en pelota. Cuando en 1991 se publicó la edición de Fontanella dio comienzo al debate. Unos no creían que un poeta sensible como el romántico –o post-romántico: no es este lugar para controversias académicas– Gustavo Adolfo Bécquer pudiera verse mezclado con imágenes satíricas, de elevado contenido pornográfico, como las que mostraban las acuarelas; otros, la mayoría, asumieron la identificación de la firma SEM con los hermanos Bécquer a la ligera, sin reparar en otras cuestiones que parecían contradecir tal asociación.
Sentada está en su poltrona / con chulo, cetro y corona

Rubio Jiménez, el autor del estudio de esta edición de Los Borbones en pelota, se opuso a la identificación no porque le causara incredulidad la asociación entre las imágenes y el romanticismo becqueriano, sino porque observó que la cronología no encajaba. Si bien puede ser cierto que, como reza la necrológica, los Bécquer pudieron publicar en Gil Blas bajo el pseudónimo SEM en 1965, también es verdad que SEM siguió firmando litografías una vez los hermanos Bécquer habían fallecido. ¿Quién hay detrás de SEM? ¿Varios autores? Es probable, pero lo que parece seguro, según ha demostrado Jesús Rubio Jiménez, es que el autor de algunas acuarelas fue el pintor republicano Francisco Ortego. Esta edición, pues, se publica ya sin el nombre de los Bécquer en el lomo del libro, dejando su autoría en la misteriosa firma SEM.

Sea como fuere, en Los Borbones en pelota los tatarabuelos de quienes hoy ostentan el cetro y la corona, y no sabemos si algo más, no salen tan favorecidos como en el retrato de Antonio López, pero acaso ilustran mejor los escándalos que desde aquellos años les vienen acompañando. 

lunes, 5 de enero de 2015

"Agrupémonos todos en la lectura final". Entrevista a Constantino Bértolo

Constantino Bértolo es crítico literario y editor. Autor de libros como La cena de los notables (Periférica, 2008) o Lenin, el revolucionario que no sabía demasiado (Catarata, 2012), ha sido en los últimos años el director literario de Caballo de Troya, una “editorial independiente” creada en el interior de una la multinacional como Random House. Antes fue editor en Debate y ejerció la crítica literaria en distintos medios. Hace unos meses, tras la fusión entre Random House y Penguin, la empresa le mostró la puerta de salida, le invitó a jubilarse. 
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«Si el capital funciona como un gestor de la ficción, deberíamos reflexionar, a través del comentario de distintas narraciones, sobre las posibilidades de hacer una lectura emancipatoria de la red de esas narrativas dominantes en las que viajan y se construyen nuestros imaginarios personales y colectivos».

Mundo Obrero: En la contracubierta de una de las últimas novelas que has publicado como director de Caballo de Troya, la “novela postestalinista, posmoaísta y postcapitalista” Canje de Víctor Sombra Macarrón, defines la jubilación como “ese paraíso que el capitalismo oferta entre la muerte laboral y la muerte física”. ¿Cómo invitan a Constantino Bértolo a poblar el paraíso, una vez se produce la fusión entre Random House y Penguin?
Constantino Bértolo:
Una vez que has pasado la frontera de los sesenta y cinco años desde el departamento de Recursos Humanos del grupo es bastante normal “la biológica invitación” para el cese de la relación laboral y más en unos momentos en que las empresas están reajustando a la baja los costes estructurales. Cuando la fusión con Penguin se produce, digamos que esa invitación se intensifica, y cuando la compra de Alfaguara aparece en el horizonte, la muerte laboral resulta unilateralmente inevitable. Parece evidente que a las empresas les interesa la reducción de puestos de trabajo, bien para amortizarlos con salarios más bajos o simplemente para suprimirlos de manera absoluta cuando no se ven como necesarios. En definitiva: una historia laboral como otras muchas en las que al trabajador le quedan pocos espacios de negociación, si bien es conveniente señalar que la decisión empresarial coincide con un final de ciclo profesional y personal que está relacionado con el predecible y barato relevo generacional. Que el nuevo proyecto para Caballo de Troya haya recaído en la escritora Elvira Navarro entiendo que responde también a esa necesidad de introducir nuevos horizontes, costes y criterios en el espacio editorial.

M.O.: ¿Qué hace Constantino Bértolo en ese paraíso cuando le jubilan de Caballo de Troya? ¿Se plantea, como hicieron otros editores expulsados del oficio tras una transacción similar, iniciar una nueva aventura editorial en solitario, sin el apoyo de un gran grupo detrás?
C.B.:
Con anterioridad a la jubilación y cuando veía que el final de mi trabajo como director literario dentro del grupo Random House estaba próximo, pensé en algún momento en la posibilidad de crear un sello digital propio centrado en la poesía que es un género que siempre me ha atraído de manera especial pero en que, por desgracia, casi nunca había podido abordar en mi trayectoria como editor, salvo en el caso muy excepcional del libro Mercado Común, excelente y profético desde mi punto de vista, de Mercedes Cebrián. Me apetecía, por decirlo así, poner el capital simbólico del que pudiera disponer al servicio de una iniciativa de edición digital haciéndola identificable con un rostro y un criterio literario. Porque pienso que es necesario que la edición digital deje de ser una especie de saco revuelto y sin apenas identidad y me gustaba la idea de trabajar en esa nueva dirección. No he descartado del todo esa posibilidad pero de momento y en todo caso la he retrasado hasta no sé cuándo. La verdad es que de pronto volví a ver mi mesa llena de manuscritos esperando contestación y me entró el desánimo. Como editor lo que peor he llevado es no tanto el trabajo de lectura y selección como esa perturbadora experiencia de saber que alguien está esperando una contestación y uno no logra poder hacerlo en un tiempo prudente. Esto siempre me ha creado angustia y me daba pavor volverme a encontrarme en esa situación. De momento mis expectativas han aparcado ese deseo.

M.O.: Cada vez más –y la compra de Alfaguara por parte de Penguin es un nuevo elemento de análisis– se encuentra en menos manos la decisión de lo podemos y no podemos leer. ¿Cómo afecta la concentración del capital editorial en lo que en alguna ocasión has denominado “la salud semántica” de este país
C.B.:
Entiendo que en general la concentración de capitales en cualquier sector económico, y por tanto en el mundo editorial, a lo que da lugar es a la mayor fuerza de oligopolios en ese singular espacio industrial, del que apenas se habla, que tiene como objetivo la producción de necesidades. Porque nadie llega al mercado en “estado de espontaneidad”. Antes incluso de que concurran vendedores y compradores, los productores de necesidades han hecho su trabajo, pues son ellos los que en gran parte determinan las carencias con que nos allegamos “libremente” a ese mercado. En el negocio editorial, como en tantos otros desde la aparición de las llamadas sociedades de consumo de masas, se han intensificado las características de la economía de oferta propia de aquellas actividades que, más que dedicarse a la satisfacción de necesidades reales, tienen como objetivo crear la necesidad de aquellas mercancías que están produciendo y van a ofertar a través del marketing, la publicidad o la promoción de determinados valores, deseos y sensibilidades. Se trata por tanto de ofrecer e impulsar el consumo de aquellas mercancías –libros, lecturas– que las propias editoriales de manera directa o indirecta presentan como necesarias para satisfacer la domesticada demanda, bien del conjunto mayoritario de la sociedad a través del lanzamiento de productos editoriales de amplio espectro, bien de grupos de consumo más minoritarios a través de productos más restringidos, “cultos”, “distinguidos”. Aquellos momentos históricos –no tan lejanos– en los que instancias no directamente mercantiles intervenían en la construcción del “qué leer”, vía sistema educativo, instrumentos de distinción de élites o, incluso, intervención política, creaban sus propias demandas de cultura, parecen haberse desvanecido. En consecuencia, creo que a lo que estamos asistiendo en el campo editorial es a una creciente uniformidad en esa creación de necesidades que atañen a la lectura que, a su vez, da lugar a la concentración de las ventas en un número cada vez más reducido de novedades que, por añadidura, y dado el dominio imperialista made in usa sobre las subjetividades colectivas, provoca que esa uniformidad tenga cada vez más un claro acento anglo e imperial gustosamente compartido por los colonizados. Si uno se asoma a las listas de los libros más vendidos de España, USA, Inglaterra, Alemania o Japón puede observar que, más allá de la presencia discreta de los “factores de producción locales”, las coincidencias son inquietantes de cara a la conservación de la “biodiversidad cultural” que a muchos nos sigue pareciendo, a costa de cargar con el san benito de provincianos (las provincias del Imperio), algo conveniente y necesario.

M.O.: Sin embargo, en tiempos de concentración de capital editorial, se está dando un curioso fenómeno: han surgido también interesantes proyectos editoriales independientes de pensamiento crítico. ¿Podrán dar batalla o en el momento en que despunten, comercialmente hablando, serán asimismo absorbidas por los grandes grupos?
C.B.:
Este fenómeno, aparentemente paradójico, creo que debe abordarse con empatía pero evitando caer en lo que suelo llamar “el entusiasmo metonímico” que consiste en, llevados por el deseo, confundir o identificar la parte por el todo. Convendría señalar que la aparición de pequeñas editoriales no supone de por sí ningún gesto o señal de confrontación entre el gran capital y los pequeños capitales. En cierto sentido y de forma general incluso podemos pensar que el papel de los pequeños capitales dentro de un sector económico concreto cumple el papel de exploradores del mercado a modo de externalizada y autónoma avanzadilla que por su ligereza –su escaso capital– permite tener información sobre la bondad o inconveniencia de adentrarse en nuevos territorios. En realidad este es un papel que inevitablemente cumplió la editorial Caballo de Troya dentro de la multinacional Random House. Por otra parte el fenómeno de las llamadas editoriales independientes –convendría determinar el independientes de qué–, y sigo hablando en general, es un producto indirecto de los bajos costes de producción y de los altos márgenes de beneficio que actualmente el comercio del libro disfruta. Esta doble condición explica la facilidad relativa con que se puede entrar (y salir) en el sector. Tampoco conviene dejarse llevar por el marketing ajeno y olvidar que la mayoría de las pequeñas editoriales independientes no se caracterizan, en España al menos, por su especial carácter crítico, ya en referencia a lo político, ya en referencia a lo literario, y sus criterios hegemónicos. Más bien podría hablarse de un aire conservador en uno y otro aspecto ejemplarizado en el escaso número de nuevos autores que acogen y en su claro enfoque hacia la introducción o reedición de autores y literaturas ya homologadas. Dicho esto, es sin embargo evidente que en los últimos años algunas pequeñas editoriales que habían surgido en las últimas décadas con clara vocación política –política de resistencia y combate frente al sistema capitalista actuante– han obtenido una visualización destacada de la que hasta hace poco no gozaban, es el caso de editoriales como Hiru, Virus, Barataria, Melusina, Laiovento, Xordica y otras, y es también evidente que al socaire de la crisis y de los movimientos que en ese escenario aparecen iniciativas editoriales como Capitán Swing, Tierra de nadie, Errata Naturae o La Oveja Roja que, entre otras, y sobre todo en el género del ensayo, retoman, arriesgan y propician catálogos más críticos y combativos.

Ahora bien, una nube no hace veranos por más que su presencia nos permita pensarla como señal de que la climatología puede estar cambiando y, más allá del necesario optimismo de la voluntad, parece necesario, para ponderar su real dimensión, que debemos aceptar la evidencia de que la contribución de las editoriales independientes, en general, y el de las editoriales críticas en concreto, a lo que llamaríamos “la lectura nacional bruta” es relativamente pobre y escasa, aunque esto no quiera decir que su peso cualitativo carezca de relevancia. La tiene sin duda, pero dentro de un sector reducido de la población, aun cuando las circunstancias políticas recientes nos puedan hacer pensar que ese hecho puede estar transformándose. De momento lo que la sociedad española está leyenda por desgracia no es a tal y tal y tal, sino a Kent Follet, Paulo Coelho, Patrick Rothfuss, etc. Es decir: la contribución a la salud semántica general de nuestra sociedad de esas editoriales es escaso a pesar de que su participación en la acumulación de capital simbólico y cultural en las minorías ilustradas sea alto.

M.O.: Cuando en los años noventa ejerces como director literario de Debate, tu objetivo era encontrar voces narrativas críticas en un momento en el que la tendencia literaria era justamente la contraria, donde la novela se definía por su aideologismo y la ausencia de conflicto político y social. Difícil tarea que sin embargo resolviste descubriendo autores como Ray Loriga o Marta Sanz, novelistas que, si bien estaban muy lejos de la novela crítica y social, sí rompían el consenso de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, construyendo una literatura a partir del malestar. La literatura –lo dice Juan Carlos Rodríguez– satura y sutura, y en estos casos parece evidente: suturaban la ideología dominante, mostrando un malestar que era individual, existencial, y no buscaba su subsanación en lo colectivo sino en su interior, pero a la vez saturaba la ideología dominante, la desbordaban, al hacer visible un malestar que, si no era contenido, terminaría estallando. ¿El encuentro con esa literatura, su descubrimiento, supuso el cumplimento del objetivo que te habías marcado?
C.B.:
La editorial Debate es una de las pequeñas editoriales que surgen al final del franquismo proponiendo un catálogo comprometido con la cultura democrática que el país venía reclamando. Sus colecciones de psicología, derecho o pedagogía cumplían con especial acierto con la necesidad de poner al día la bibliografía más actual y rigurosa en esos campos. Al tiempo, había mantenido una división literaria en la que se habían estrenado autores como Jorge Reverte, Emma Cohen o Rosa Montero pero que desde la desaparición del mentor literario, había perdido presencia en ese campo. Cuando me incorporo a la Debate lo hago precisamente con el objetivo de recuperar para la editorial unas señas de identidad literarias fuertes, tarea para la que contaría con el respaldo y comprensión de Ángel Lucía, su propietario, que me va a conceder total autonomía dentro, eso sí, de los estrechos límites económicos permitidos por la delicada situación económica por la que atravesaba la empresa. Eran años en los que efectivamente la literatura española, y en concreto la narrativa, vivía autosatisfecha crítica y comercialmente el fenómeno de la llamada nueva narrativa económica aplaudida por cuanto suponía “la normalización” de las relaciones entre literatura y mercado que la cultura del antifranquismo había venido rechazando. En ese contexto estético y en las condiciones económicas citadas, se trataba, inevitablemente, de ser diferente y desde la diferencia tratamos de proponer un catálogo capaz de intervenir y hacerse sentir en el campo literario buscando un cambio de propuesta estética y por consiguiente unas “lecturas” no obvias de la realidad. Y el trabajo de exploración y selección resultó bastante satisfactorio. Con la primera novela de Ray Loriga, por ejemplo, aparece una voz narrativa muy singular e inesperada que da cuenta de un nuevo paisaje vital que ya nada tenía que ver con el espacio abierto por las ondas del 68. La primera novela de Francisco Solano parecía apostar claramente por un adiós a la narratividad de fórmulas y clichés. La primera novela de Marta Sanz rompía los códigos y expectativas de “las novelas de amor y desencuentro” y el primer libro de relatos de Luis Magrinyà ponía sobre el tapete una escritura que exigía algo más que un lector con ganas de distraerse o pasar el tiempo. Cierto que ninguna de estas obras recogía o retomaba lecturas manifiestamente políticas o directamente críticas sobre el momento dulce en el que la España socialdemócrata estaba encantada de conocerse, pero que, como bien indicas, tampoco se sumaban al festejo del ya somos europeos, guapos y cosmopolitas. El pulso crítico se reflejaría en la edición, sin éxito, de nuevos libros de Antonio Ferres o López Pacheco y en la puesta en marcha de una colección de ensayo literarios donde se publicaron textos tan significativos como El escritor que compró su propia obra de Juan Carlos Rodríguez, La guerra fría cultural de Francis Stonors o Decadencia y caída de la ciudad letrada de Jean Franco. Pero una editorial no es solo un catálogo y desde el momento en que pasó a ser propiedad del Grupo Berstelman Random House, la necesaria confluencia de objetivos y estrategias entre la dirección editorial y el departamento comercial nunca tuvo lugar y este desencuentro, que sin duda no supe reconvertir o templar, no permitió asentar aquellas andaduras editoriales.

M.O.: Después de Debate, pones en marcha una editorial “independiente” como Caballo de Troya dentro de un gran grupo. ¿Cómo se explica esta contradicción?
C.B.:
Bueno, en el mientras tanto se produce una nueva fusión entre el grupo Random y el grupo Mondadori que hizo razonable un reajuste de líneas dejando Debate de publicar literatura. En esa situación vi conveniente –para mi salud laboral– proponer al grupo la creación de un nuevo sello que recogiese en parte la estrategia desarrollada en la antigua colección de Punto de partida a fin de publicar sin demasiados riesgos económicos nuevas voces, nuevos autores o nuevas literaturas. Y la proposición fue aceptada así como el nombre de Caballo de Troya con el que a modo de declaración de intenciones bautizamos la iniciativa. Se creó así un sello con perfil de editorial independiente, es decir, de bajo coste y escaso presupuesto, con el objetivo de explorar “lo nuevo”, a modo de un invernadero, un laboratorio o un club de cantera. Los bajos costes y el propio objetivo experimental del sello editorial le concedía a la tarea unos márgenes de libertad muy altos a la hora de confeccionar el catálogo; libertad que de manera casi inevitable llevaba como penitencia el escaso peso de la editorial dentro de la actividad total del Grupo Editorial: poca o nula promoción, poco o nulo marketing, poco o nulo apoyo logístico. La libertad que conllevaba la ausencia de exigencias económicas directas tenía esa contracara: el discreto apoyo comercial. En cualquier caso, y dado que no se contaba con una exigencia de rentabilidad directa, se planteaba claramente la posibilidad de propiciar no ya una literatura no volcada al mercado sino enfrentada a sus tendencias. Ese hecho le otorgó el rasgo pertinente que, más allá de otras valoraciones, hizo de Caballo de Troya una editorial con las señas propias de una editorial de referencia. De ahí la presencia en el catálogo de narrativas que se oponían claramente al relato de satisfacción general con el que la sociedad española estrenaba el nuevo siglo. No se trata de reclamar ánimos proféticos alguno pero entiendo que títulos como, Palestina. El hilo de la memoria, El malestar al alcance de todos, Una vacaciones baratas en la miseria de los demás, El año que tampoco hicimos la revolución, La paz social, Los mercaderes en el templo de la literatura, La frontera Oeste. Diario de un inmigrante, Una puta recorre Europa, Komatsu PC-340, Nada sucedía como había imaginado o Materia prima, señalan de manera suficiente la actitud crítica y la intención civil de la literatura que el catálogo recoge.

M.O.: ¿La literatura debe trabajar siguiendo la estrategia del caballo de Troya o debe, más que asaltar la ciudad sitiada, construir una ciudad nueva fuera de sus muros?
C.B.:
Creo que debe de procurar, dialécticamente, realizar ambas tareas en un mismo gesto: asaltar para construir. No asaltar para apoderarse y asentarse en la ciudad conquistada sino para romper murallas, limpiar sótanos, enterrar la propiedad privada de los medios de producción, abrir y socializar las calles y las lecturas, tomar el control de la producción de necesidades y atreverse a imaginar unas formas de convivencia y producción que en las actuales condiciones son imposibles de imaginar. Asaltar, destruir lo que haya que destruir, recuperar lo que haya que recuperar, reconstruir lo que nunca llegó a construirse: un futuro en el que la humillación física o mental no sea necesaria.

M.O.: En Caballo de Troya te propones encontrar nuevas voces, autores jóvenes que a su vez produzcan una literatura que se proponga intervenir en la realidad. Desde que estalló la crisis parece un momento idóneo para ello, ya que escritores que antes rehuían toda forma de compromiso en la literatura, reivindicando su autonomía respecto a lo político y lo social, ahora están escribiendo “novelas de la crisis”. ¿Cómo distinguir el grano de la paja? ¿Cómo distinguir entre las narraciones sobre la crisis escritas desde la pérdida (una clase media que lamenta la precariedad redescubierta) y las novelas que sí ponen al descubierto la contradicción capital/trabajo?
C.B.:
Creo que en la propia pregunta cabalga la respuesta. La tentación narrativa que se ha hecho presente a partir de la crisis es la de halagar “la rabia” para vender la “nueva conciencia”: sentirse con derecho a “ser de los buenos”, de los “nuevos buenos”. La clave no está en los sustantivos ni en los adjetivos sino en el verbo: vender y para vender seducir: una gotas de miserabilismo, unas gotas de rebeldía, frases sentenciosas en plan de héroes desengañados, unas gotas de exotismo social, una gotas de lo políticamente incorrecto que se ha vuelto correcto, un chorro de tremendismo, otro chorro de sentimentalismo, mucha y acogedora estética del fracaso, mucha “condición humana desgarrada”, mucho existencialismo cursi y ausencia total de política concreta. Y aquello del refrán pero al revés: se dicen los pecadores: malos banqueros, malos jefes, maltratadores a mogollón, corruptos mil, violentos por doquier, pero no el pecado: la propiedad privada de los medios de producción. No deja de ser curioso que las novelas que más triunfan sobre entre el público progre siempre tratan de perdedores. Tantos novelistas triunfadores bien podrían contarnos los peldaños que los llevaron al éxito. Creo que los tiempos no están pidiendo novelas sociales sino novelas políticas: aquellas que dan cuenta de las relaciones sociales con que esa propiedad privada nos escribe haciéndonos creer sin embargo que nuestras vidas las escribimos nosotros.

M.O.: La crítica literaria, ¿sigue asistiendo a la cena de los notables o, con la irrupción de medios alternativos en internet, se ha distanciado del objeto que reseña mirándolo desde los postigos abiertos?

C.B.: Sigue habiendo clases. Aquella vieja crítica que se sigue publicando en los suplementos culturales de los medios de comunicación que mantienen algo de la influencia que en otros tiempos tuvieron, todavía tiene derecho de admisión y asiento en la sala donde tiene lugar el banquete, pero cada vez las autoridades pertinentes les conceden peor sitio y los sientan en mesas estrechas y alejadas, en sillas incómodas y rincones con poca visibilidad. Desde ahí ya apenas alzan la voz y si lo hacen es para el aplauso y el halago. El sitio donde antes se asentaban está ahora ocupado por los jefes de compra de las grandes cadenas, o por los diseñadores del Nielsen y controladores de las listas de libros más vendidos. Para la nueva crítica, la que tiene lugar en los blogs y revistas y revistillas digitales, se ha adecuado un espacio exterior, más allá de los postigos pero en primera línea, con mejor acceso que el público en general a lo que dentro se habla, y a esa crítica se les hace llegar el briefing del evento y en ocasiones hasta reciben sobras y platos fríos del banquete. La crítica tradicional sigue diciendo lo de siempre al ritmo que marca la batuta de los departamentos de marketing de las editoriales y esa nueva crítica digital, en la que tantas ilusiones se depositaron, al menos de momento remite en su conjunto a una especie de jaula de grillos que funciona como fondo acústico que crea más confusión que sonido. Las últimas estrategias de los departamentos de marketing consisten en ningunear todavía más la mesa de los críticos para dar más realce a la de los libreros y en halagar a la clientela creando, bajo el rótulo de talleres de lectura, seudocenas de notables en el exterior siguiendo la estela de esa nueva estrategia de negocio que se oferta como “consumo creativo”, que es lo último de lo último en marketing. Con todo cabe esperar que la aparición en la escena de la publicación digital pueda originar un tipo de crítica que asuma la responsabilidad propia de quien osa tomar la palabra en público aunque no sepamos bien cómo serán esos posibles nuevos caminos si la crítica reaparece.

M.O.: Has publicado recientemente un libro sobre Lenin (Lenin, el revolucionario que no sabía demasiado, Catarata, 2012). ¿Para qué nos sirve Lenin hoy? Lenin, que escribió páginas muy lúcidas sobre literatura, ¿qué diría sobre nuestra narrativa actual?

C.B.:
Voy a intentar decirlo muy brevemente: Lenin nos debería servir para no olvidar que si bien el combate por la revolución tiene y puede tener lugar en escenarios diferentes que exigen y exigirán estrategias y tácticas diferentes, siempre y en cualquier caso lo que no se puede olvidar que ese combate despertará en algún momento fuertes, inevitables y cruentas resistencias por parte de la burguesía y, por tanto, es necesario e imprescindible que las fuerzas de la revolución estén preparadas desde el primer momento para afrontar con las mejores armas posibles ese enfrentamiento. Lenin además nos recuerda que como consecuencia de ese enfrentamiento la revolución debe organizar su dominación o dictadura con las características a que den lugar las propias condiciones del enfrentamiento. No sé qué pensaría Lenin de la narrativa española actual. Son elucubraciones que me parecen estériles, pero confieso que sí me gustaría poder leer la lectura que Lenin haría de una novela tan fértil como es El homóvil de Jesús López Pacheco.

M.O.: ¿Narrativa, que algo queda?
C.B.:
Así he titulado un posible libro sobre el que estoy trabajando. Se trata de hacer una reflexión sobre las relaciones imaginarias entre la figura del narrador y la figura del autor partiendo de un presupuesto marxista: el narrador como ese trabajador que vende su fuerza del trabajo, esa empresa que llamamos autor. A partir de ahí, y entendiendo la lectura como una actividad de intercambio comercial, se trata de replantear las hipótesis o imaginaciones consiguientes: dónde y cómo se genera y distribuye el beneficio narrativo, cuál es el salario que recibe el narrador, qué relaciones sociales se establecen entre el narrador, el autor y el capital, cómo son las relaciones entre autoría y propiedad de la narración, análisis del estatus sociocultural del narrador, actitudes posibles del narrador-trabajador respecto su trabajo: narración y sabotaje, la toma del palacio de la narración, Agrupémonos todos en la lectura final, etc... Son ideas que tienen su origen en la reflexiones generadas por ese texto tan singular que es el Bartleby el escribiente y sobre el que se han escrito muchas interpretaciones simbolistas sin apenas advertir que el narrador de esa narración es el mismo dueño de la escribanía en la que Bartleby trabaja y que, como buen capitalista, es capaz de capitalizar – al usufructuar el rol de narrador– la historia de ese empleado rebelde, demostrando así que el capital tiene en sus manos la posibilidad de extraer plusvalía de actitudes de rebeldía o rechazo individual en cuanto que es el capital el real propietario de los medios de producción de la narración, de la narración de la historia de Bartleby y de la historia de todos nosotros. El capital como gestor de la ficción. Se trataría por tanto de reflexionar, a través del comentario de distintas narraciones, sobre las posibilidades de hacer una lectura emancipatoria de la red de esas narrativas dominantes en las que viajan y se construyen nuestros imaginarios personales y colectivos. No deja de ser un proyecto de exploración sin que en estos momentos pueda atisbar sus resultados.

M.O.: ¿Cuáles crees que tendrían que ser los ejes sobre los que giraría una política cultural de izquierdas, con un horizonte transformador y emancipador?
C.B.:
Creo que en general la izquierda ha sido víctima de un entendimiento de la cultura como un paquete de actividades conceptual e instrumentalmente ya dado que, en función de los presupuestos disponibles y posibles en cada momento o circunstancia, se ofrece a la sociedad. Es decir, la cultura como parte del paquete electoral y casi siempre con una función ornamental y complaciente. Entiendo que esa visión es más propia de un gerente de contenidos que de una instancia política encaminada a intervenir en la transformación de los sistemas de auto y heteroobservación en los que la dinámica cultural se expresa. Creo necesario asumir que la cultura no es un conjunto cuantitativo de elementos cuya valorización está ya definida y delimitada sino que, desde posiciones de izquierda, es imprescindible entender la cultura como proceso, como un sistema dinámico de comunicación del que ciertamente se habrán de derivar tanto las escalas de valores, los medios de formación e información y los servicios y las industrias culturales, pero no como meta o balance sino como herramientas de transformación e identidad.

La izquierda tiene que proponer la cultura como un proceso continuo de redefinición, reelaboración y evaluación de ese complejo sistema de observación y orientación, construido con elementos tangibles e intangibles, del que nos servimos a la hora de relacionarnos tanto con nosotros mismos como con los otros, tanto con nuestro presente como con nuestro pasado o nuestro futuro. Se trataría para la izquierda de seguir, al modo dialéctico en que se produce eso que llamamos la vida, un doble pero único proceso de destrucción y construcción: destruir aquellos elementos de la cultura hoy existente que son elementos de dominación de clase, y al tiempo, y sin renegar de la oportuna reutilización de materiales y recursos que forman parte de lo existente, propiciar el marco y las herramientas posibles para la emergencia de una cultura que contenga el gesto emancipatorio, necesario para romper con la “naturalidad” desde la que hoy lo cultural nos presenta, vende e inocula las relaciones entre el capital y el trabajo. No se trataría por tanto de ofrecerse como productores de la “mercancía Cultura” ni como defensores de un Estado que asuma como tarea básica el ejercer una labor subsidiaria y benéfica que supla las carencias que el sistema de mercado produce, sino como agente movilizador con la misión de facilitar las condiciones materiales e inmateriales, los marcos y las herramientas necesarios para que las distintas unidades de convivencia, desde los barrios al Estado faciliten la emergencia de esa “cultura en clave de ofensiva” que la sociedad, en cada una de esas instancias o comunidades donde se reparte, reclame y organice como instrumento para la identidad, la orientación, el recuento y el combate. Entiendo que una gestación y gestión de lo cultural en la onda de los presupuestos participativos de Porto Alegre, es decir, la deliberación y elaboración del mapa de necesidades en ese y otros campos desde las instancias donde la convivencia tiene lugar, podría ser para la izquierda, allá donde alcance poder político y económico, brújula para una cultura no dominada por los valores que el dominio de clase nos ha venido imponiendo. Se trataría por tanto de acabar con la propiedad privada de los medios de producción de necesidades que hoy detenta el control de los imaginarios hegemónicos; esa batalla en la que históricamente, y al menos hasta el momento, los movimientos revolucionarios siempre han sido derrotados.

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 279 (diciembre, 2014). Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4438