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viernes, 28 de noviembre de 2014

X aniversario del Alba. Programa Enfoque de HispanTV

Este 14 de diciembre se van a cumplir diez años desde la fundación del ALBA. El programa Enfoque de HispanTV está dedicando algunos programas a este importante aniversario.
En el programa de ayer compartí mesa con la economista venezolana Rosario Gomez Carrasquel.
Aquí el vídeo:


sábado, 22 de noviembre de 2014

Miguel Hernández. Del fascismo al comunismo


MIGUEL HERNÁNDEZ
DEL FASCISMO AL COMUNISMO
David Becerra Mayor
 [Biblioteca Crítica, nº 45]
Madrid, Ediciones del Orto / Universidad de Minnesota, 
2014, 96 páginas
I.S.B.N.: 84-7923-508-X PVP 8 €

La obra de juventud de Miguel Hernández poco tiene que ver con aquella que, acaso por justicia poética, ha perdurado en el tiempo y en nuestra memoria. Sus versos escritos en el frente de batalla, arengando a los soldados y reivindicando el valor del trabajo de los campesinos sobre el beneficio de los amos ociosos, o los poemas escritos en las cárceles franquistas, distan mucho de parecerse a su obra escrita entre 1930 y 1934. En este periodo, su poesía transpira «demasiado olor a iglesia» y a «tufo sotánico-satánico », como le diría Pablo Neruda. Quien terminaría siendo uno de los más insignes poetas comunistas y ferviente defensor de la República durante la Guerra Civil española, tomando ora la pluma, ora la espada –o mejor dicho: el fusil–, durante su juventud escribió y publicó versos de inspiración católica e, incluso, podríamos afirmar, de tendencia filofascista. Pero, ¿a qué se debe este cambio? ¿Podemos hablar de evolución o es más pertinente hacerlo de ruptura? Porque, ¿cómo es posible que quien muriera defendiendo sus ideales republicanos y aun comunistas, estuviera tan próximo al fascismo en sus inicios poéticos? Resultará imprescindible estudiar a Miguel Hernández en su radical historicidad.
 
ÍNDICE
I. CUADRO CRONOLÓGICO 5
1. Bio-bibliografía de Miguel Hernández 6
2. Acontecimientos literarios y culturales 10
3. Acontecimientos históricos, políticos y sociales 11
II. MIGUEL HERNÁNDEZ, DEL FASCISMO AL COMUNISMO 13
1. Miguel Hernández en su radical historicidad 14
2. El fascismo de Miguel Hernández 19
3. El comunismo de Miguel Hernández 32
4. La desideologización de Miguel Hernández. Balance de un centenario 41
III. SELECCIÓN DE TEXTOS 53
IV. BIBLIOGRAFÍA 91

miércoles, 19 de noviembre de 2014

"Las cruces sobre el agua" de Joaquín Gallegos Lara

La escena es propia de un capitalismo periférico y subdesarrollado: un sector primario improductivo e ineficiente, anquilosado en antiguas técnicas de explotación de la tierra, expulsa del campo a los trabajadores que, para ganarse la vida, acuden en masa a las ciudades en busca de un futuro mejor. Sin embargo, el capitalismo no ha concluido el desarrollo de sus fuerzas productivas y es incapaz de absorber al nuevo proletariado que vive hacinado en las casuchas y covachas que se improvisan en los arrabales de las ciudades. De este desajuste nace el mundo del hampa, el lumpemproletariado: hombres y mujeres sin más posesión que sus manos y que no tienen nada más que vender que su propia vida, su cuerpo, su fuerza de trabajo. Pero no hay nadie que se los compre.

En este ambiente viven los protagonistas de la novela Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, publicada en 1946. Por sus páginas desfilan personajes muy diversos. No es una novela coral, más bien colectiva, donde las distintas voces terminan confluyendo el 15 de noviembre de 1922. La novela de Gallegos Lara retrata la vida de violencia y miseria en la que viven personajes como Margarita, obligada por su marido a ejercer la prostitución; como la cigarrera Leonor, que regresa a casa con los olores del tabaco adheridos a su cuerpo; como los trabajadores de la herrería, que no saben si hacerle una huelga al patrón Mano de Cabra o darle su merecido en forma de apaleamiento; como el Loco Becerra, el cacaotero que decide tomarse la justicia por su mano cuando descubre que su mujer se acuesta con el gordo Fantasía, el cobrador del arriendo, para cancelarle los recibos de los 6 meses de retraso; o como el panadero, Baldeón, que sufre la peste bubónica y que se muestra reticente a ser llevado al hospital, porque allí muere la gente: la idea del progreso y la modernidad no forma parte de las vidas de los invisibilizados por la sociedad, que solamente acude a su rescate cuando su enfermedad puede extenderse por los barrios ricos.
Estos son algunos de los personajes que habitan las páginas de Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, pero sobre todos ellos sobresalen sus dos verdaderos protagonistas: Alfredo Baldeón y Alfonso Cortés. Si el primero toma conciencia de clase en el ejercicio de distintos oficios, desde panadero hasta herrero, pasando por soldado en Esmeraldas, el segundo puede acudir al colegio Rocafuerte, gracias al esfuerzo de su familia, y construir un discurso político desde el conocimiento y la cultura. Una escena infantil define a Alfonso: mientras los otros muchachos empapelan sus cometas con banderas francesas o alemanas, nuestro protagonista lo hacía con la bandera de Ecuador. Los muchachos se ríen de su bandera que, aunque “es la de nosotros”, como dice Alfonso, ellos siguen cuestionándola: “¿Y eso qué hace? ¿Qué guerras ha ganado, qué ha hecho, qué es el Ecuador?”. Alfonso no sabía qué contestar, pero seguía empapelando sus cometas con el color de la bandera nacional “con una mezcla de humillación y orgullo”. La suma de la conciencia de clase de Alfredo y el amor por “las palabras pueblo y libertad [que Alfonso] aprendió en los libros de Montalvo”, la clase y la nación, constituyen la base del pensamiento revolucionario ecuatoriano.

Era preciso empezar a cambiar las cosas. Era imprescindible construir un nuevo mundo que no obedeciera al diagnóstico que Alfonso ofrece de su realidad circundante: “una tierra en la que reina el hambre y la muerte, donde aspirar a ser feliz es una canallada”. Y llegó el 15 de noviembre. Y, como se dice en la novela, “todo Guayaquil, menos los ricos” salió a la calle a protestar, a exigir que para ser feliz no fuera necesario robar a los demás. La precariedad compartida de todos los personajes de Las cruces sobre el agua, su rabia y su indignación se canalizan a través de su participación en la huelga general.
La protesta del pueblo fue asfixiada por la represión policial que culminó en masacre. “No son ladrones ¿sabe? Es el pueblo”, dice una voz a quienes empuñan las armas. Pero dispararon y murieron centenares de personas. Y cuando se restableció el orden -lo que la clase dominante llama orden- volvieron los días “de la esclavitud y el hambre”. Muchos perdieron la vida. Sin embargo, sus muertes no serían en vano, porque la lucha y los muertos “quedaban grabados como la mordedura del hacha en el tronco del guayacán: los lustros ampliarían su huella en las capas de los nuevos años”. La recordación de los muertos traerá nuevas luchas que harán caer el tronco. Basta con no olvidar, con mantener su lucha en la memoria.

Después de la masacre, Alfonso abandona Guayaquil. Pasan algunos años y decide regresar. Se asoma al Guayas y por el extremo de los muelles ve aparecer un grupo de cruces negras, que “se erguían, flotando sobre boyas de balsa. Eran altas, de palo pintado de alquitrán. Las ceñían coronas de esas moradas flores del cerro, que se consagran a los difuntos”. ¿Qué significan esas cruces?, le pregunta a un zambo cargador: “¡Ahí adebajo, de donde están las cruces hay fondeados cientos de cristianos, de una mortandad que hicieron hace años. Como eran bastantísimos, a muchos los tiraron a la ría por aquí, abriéndoles la barriga con bayoneta, a que no rebalsaran. Los que enterraron en el panteón, descansan en sagrado. A los de acá ¿cómo no se les va a poner la señal del cristiano, siquiera cuando cumplen años?”. Alfonso, entonces, cae en la cuenta de que es 15 de noviembre. ¿Quién pone las cruces?, pregunta. “No se sabe: alguien que se acuerda”.

No se sabe: alguien que se acuerda. Del mismo modo que la lucha se diluye en lo colectivo, la memoria de quienes lucharon no la custodia un individuo concreto. En ese “alguien que se acuerda”, indefinido, late la voz de un pueblo que igual que se enfrentó a la injusticia, se enfrenta ahora a quienes quieren borrarlos de la historia. De su lucha saldrán nuevas luchas y de su memoria habrá de germinar un mundo nuevo. Porque quizá, como termina la novela, “esas cruces eran la última esperanza del pueblo ecuatoriano”.



David Becerra Mayor // Publicado en El Telégrafo (16 de noviembre de 2014), pág. 9. http://www.telegrafo.com.ec/politica/item/las-cruces-sobre-el-agua-3.html

martes, 18 de noviembre de 2014

La miseria no forma parte del folclor. El betunero de Nebot

Una vez desencadenada la polémica alrededor de la estatua del niño betunero de Guayaquil, con la que se fotografió con gesto complaciente el alcalde Nebot hace unas semanas, lo más sorprendente fue sin duda el modo con que la derecha pretendió legitimar la construcción de la misma. Para responder a la crítica del presidente Correa –“la miseria y la explotación no forman parte del folclor”–, la derecha trató de defenderse con unos pobres argumentos que, sin embargo, tenían algo de verdad, pero mucho de tergiversación.
Parecía como si de pronto la derecha se hubiera puesto a leer a Brecht, y aun a Lukács, para reivindicar un arte proletario. Sus argumentos parecían bien traídos: la escultura constituía, decían, un homenaje a la historia de los guayaquileños que, contra la adversidad, fueron capaces de salir adelante con esfuerzo y espíritu de superación.
Era un homenaje a los oprimidos e incluso, podríamos decir, llevando hasta el extremo sus argumentos, que era un tributo a la clase trabajadora, casi siempre olvidada cuando se celebran las gestas históricas nacionales. Por medio de este discurso, acusaban a quienes se oponían o mostraban rechazo a la estatua del niño betunero de querer borrar la historia, de pretender olvidar un pasado de miseria y pobreza que sin embargo había existido.
Si la derecha hubiera leído a Marx hubiera esgrimido que en El Capital se dedica un apartado entero a la legislación sanguinaria contra los expropiados, donde se nos habla de cómo el capital necesitó construir un mundo del hampa, un lumpenproletariat, para constituir un ejército de reserva que hiciera descender los salarios. El niño betunero fue una víctima de la explotación en el proceso de acumulación capitalista y es de justicia homenajearlo, nos dirían si hubieran leído a Marx.
Entonces, ¿cuál es el problema?, ¿por qué tanto recelo hacia la escultura, tanta polémica en torno a ella, si la derecha, según sus argumentos, parece apostar por un arte proletario?
El problema es que sus argumentos son falaces y que, como decíamos, tienen algo de verdad, pero también tienen mucho de tergiversación. El problema de la estatua del betunero es que nos convierte en cómplices: nos invita a sentarnos frente a ella y a asumir el gesto clasista de quien espera que se ponga de rodillas quien trabaja para él. La estatua la completa quien la contempla, quien se sienta en ella y reproduce, con su acto performativo, una relación laboral basada en la servidumbre. El problema de la estatua del betunero es que invita, a quien la contempla, a establecer una relación complaciente con un pasado en el que la explotación infantil estaba a la orden del día, promoviendo una visión romántica de aquellos tiempos de donde se extrae la escena.

No hay rastro de suciedad en el trabajo que el betunero desarrolla y esta limpieza nos hechiza como espectadores, obligándonos a mantener una posición a-crítica delante de ella; en vez de horrorizarnos, de interpelarnos para que rechacemos la explotación, la estatua del betunero nos provoca una sonrisa de complacencia y complicidad. Y aquí está el problema.
Claro que habría que poblar las ciudades de estatuas que representen el trabajo y la explotación como la del niño betunero, llenar las calles de homenajes a una clase obrera sobre cuyas espaldas se construyó el país, de los cholos que viven violentamente en Los que se van, de los indios desplazados en Huasipungo, de los obreros que murieron en Las cruces sobre el agua.
Las calles de las ciudades deberían homenajear a sus héroes silenciados. El niño betunero es uno de esos héroes, pero le han robado su dignidad, convirtiéndolo en parte del paisaje. El artista urbano Bansky ha pintado recientemente, en una escalera, a un niño que bien podría ser un betunero de Guayaquil. Viste harapos, calza unos zapatos roídos por el tiempo, está mugriento y su mirada apenas logra ocultar su tristeza. Al lado tiene un cartel que dice ‘no me ignores’.
A diferencia del betunero de Nebot, el niño de Bansky no nos hace sonreír, ni siquiera deja asomar una mueca de condescendencia, nos eriza la piel y el espanto nos activa política y socialmente, eleva nuestra conciencia. Reclama que tomemos partido.
El arte urbano debe intervenir, en la ciudad y en nosotros para cambiar nuestras calles, pero también para cambiarnos a nosotros mismos cuando las cruzamos, cuando paseamos por ellas.
El arte debe empoderarnos como ciudadanos, no reproducir y normalizar el clasismo de otras épocas. Se trata de levantar estatuas que en vez de hechizarnos, nos reten a ser una parte activa de la transformación social; estatuas que nos recuerden quiénes somos y dónde vivimos, que hagan justicia a nuestra memoria histórica, que no borren la huella de explotación y de miseria que llevamos tatuada en la piel, que requieran nuestra atención no para alegrarnos el paseo, sino para que no olvidemos el pasado, para que combatamos la injusticia, no para que nos fotografiemos con ella.

David Becerra Mayor // Publicado en El Telégrafo  (14 de noviembre de 2014), pág. 26.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Escribir es convocar al fantasma

El comité de la noche de Belén Gopegui


"Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos”: son las palabras con las que Luis Cernuda abre su poemario Donde habite el olvido. Los cuerpos se acercan a otros cuerpos para refugiarse del frío, pero una vez juntos se provocan dolor. El comité de la noche de Belén Gopegui arranca con la misma parábola del erizo, aunque no ya para definir el amor, sino la necesidad de la lucha colectiva: “Cuentan, es sabido, que en los días gélidos los erizos sienten la necesidad de juntarse para darse calor y no morir. Cuando se aproximan mucho, las púas de los otros erizos les causan dolor. Sin embargo, alejarse comporta un frío insoportable. A diferencia de los erizos, nos acercamos no sólo a otros erizos sino a la causa de los días helados. El peligro y la moderación nos mantienen a una distancia adecuada para subsistir. Pero, a veces, nos seguimos acercando”. ¿Cuál es la causa de los días helados? Si nos acercamos, lo averiguaremos. Aunque nos hagamos daño. Pero necesitamos acercarnos –es la apuesta de El comité de la noche.

Decía el autor de best-sellers Paco Ignacio Taibo II que “nuestro continente [América Latina] se cuenta bien con técnicas de novela negra”. La crisis capitalista, que ha puesto al descubierto la corrupción y las intrigas del poder, acaso no encuentre mejor género para narrarse que el policial. Con El comité de la noche Belén Gopegui retoma la estrategia que ya había explorado en El lado frío de la almohada o Acceso no autorizado: introducir la política en un género tan aparentemente apolítico como es la novela policiaca, aprovechar un género popular para llegar a lectores que nunca antes hubieran abierto las páginas de una novela política. Se trata de ser como el caballo de Troya: ocultar lo político en el interior de una novela de género para descubrirlo en el momento más inesperado. El comité de la noche, con una trama al más puro estilo de thriller policial, está protagonizado por dos mujeres, Álex y Carla, que participan en un movimiento clandestino de lucha contra la mercantilización de la sangre. Sucede que hemos podido saber, por medio de una noticia publicada por Europa Press, que “una multinacional farmacéutica plantea pagar setenta euros semanales a los parados que donen sangre”. El paro como recurso y la crisis como pretexto para implantar medidas de corte neoliberal, la doctrina del shock para privatizarlo todo, incluso nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestra sangre. Pero hay un espacio para la resistencia. De las mareas blancas contra la privatización de la sanidad han surgido grupos de lucha que entienden que tienen que actuar desde la clandestinidad para oponerse a la clandestinidad del poder: “su dinero negro, sus reuniones opacas”. No se puede dejar todo al descubierto; hay que guardar un as en la manga para ganar la partida. 

Pero no sólo hay trama en la última novela de Belén Gopegui. Acostumbrada a recibir los golpes de una crítica que la acusa de poner la literatura al servicio de la propaganda, sacrificando con ello el estilo, Belén Gopegui trae a sus lectores unas páginas que pueden sin duda calificarse de prosa poética. Gopegui demuestra, contra lo que creen los perros guardianes del buen gusto literario, que se puede escribir bien de cualquier cosa; incluso de política. Y a la vez que las protagonistas luchan en el interior de la novela, desde el plano de la ficción, su autora, Belén Gopegui, lucha desde la literatura, dando un salto a lo real, para oponerse a los relatos mediante los cuales el poder legitima su posición de dominio. “Ahora que parece que todo se puede decir”, observamos también que “las metáforas que ya conocemos [...] están llenas de significados que tal vez no queríamos”. Se hace preciso trabajar con metáforas nuevas, pero también desvelar la función inmovilizadora de los viejos significados. El relato del poder se ha construido como negación de cualquier alternativa: “Esto es lo que hay”, es la ficción que emplea el poder para obstruir el cambio; o como se dice también en El comité de la noche: “Más que disonancia nos cuesta, me parece, aguantar eso que alguien llamó desolación de la quimera: no poder, no tener fuerzas, no imaginar cómo”. Parece que los gobernantes sufren una crisis de imaginación, como si fueran incapaces de imaginar otras salidas. Pero la desolación de la quimera –de nuevo Cernuda– no es más que una ficción para contener el estallido social.

Hay que construir un nuevo relato, una literatura que imagine una alternativa, que nos enseñe a organizarnos de otra manera, a disputar el poder. “Escribir, voy sabiendo, es convocar al fantasma”; la literatura es, como la organización clandestina de la novela, “una herramienta no neutral de la lucha de clases”. Es el fantasma. En las páginas de El comité de la noche de Belén Gopegui está el fantasma, sigámosle, ya que parece dispuesto a recorrer Europa nuevamente. Quizá el fantasma nos dé miedo, pero debemos acercarnos a él. Ya sabéis, como en los erizos.

David Becerra Mayor // Publicado en Mundo Obrero, nº 278 (noviembre 2014), pág. 27. http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=4337

lunes, 3 de noviembre de 2014

Julio Cortázar: un autor marcado por la Revolución Cubana




Las efemérides, aunque la más de las veces sólo dan lugar a la publicación de libros más oportunistas que oportunos, que buscan abrirse un hueco en el mercado literario, aprovechando la celebración de uno u otro centenario, en ocasiones nos brindan la posibilidad de volver a acercarnos a autores para redescubrirlos. Es lo que sucede con la biografía Julio Cortázar: de la subversión literaria al compromiso político, escrita por Raquel Arias Careaga y publicada por la editorial Sílex en la fecha en que se cumplen cien años del natalicio del escritor argentino.



Hay dos modos de leer una biografía. O bien, con la vocación del voyeur que, tras la protección que le conceden los visillos, espía las rupturas y reconciliaciones de sus vecinos, como quien espera encontrar episodios turbios y espinosos en la vida de un autor; o bien tratando de encontrar, en su biografía, una dialéctica entre el individuo y la sociedad, o más ampliamente, a un autor que vive históricamente su vida, participando de sus tensiones, de sus conflictos, de sus contradicciones. Podemos indagar en lo privado, removiendo los cajones de su mesita de noche, o podemos reflexionar sobre lo público, sobre la presencia y la relevancia de un autor en la re-significación del mundo que habita. Quien vaya buscando lo primero en este libro saldrá decepcionado, porque en sus páginas su autora prescinde, intencionadamente, de aquellas cuestiones más personales de un escritor a quien se le ha atribuido una vida de promiscuidad. Tampoco le interesa verter más especulaciones, que acaso nada aclaran, sobre la misteriosa causa de su muerte, tras una larga, aunque asintomática, enfermedad. Raquel Arias entiende que Cortázar es un personaje público y, en consecuencia, sitúa conscientemente el foco en su papel como escritor e intelectual, soslayando lo que ocurriera en las alcobas. 


La biografía que escribe Arias Careaga sobre el autor de Rayuela reafirma un aspecto de su vida que se suele olvidar: su firme compromiso con la Revolución Cubana. Esta revolución atrajo enseguida la mirada de los intelectuales de América Latina, al constituirse, con el triunfo revolucionario, un nuevo espacio para artistas e intelectuales. Pronto se promueven debates en torno a la cultura y su función. No en balde, Cortázar, cuando visitó Cuba, no pudo sino reconocer que “me siento viejo, reseco, francés al lado de ellos”. Allí, Cortázar redescubre América, se reconcilia con su continente e incluso, después de muchos años viviendo en Europa, “eligió ser latinoamericano”. Su compromiso tiene consecuencias sobre su obra. La literatura de Cortázar, cuyo recorrido se analiza detenidamente en la biografía, toma un rumbo distinto con el triunfo de la Revolución. Aquel Cortázar formalista, que entendía la literatura como una entidad autónoma y que consideraba que no había nada más subversivo que la fractura del lenguaje, se transforma y entiende que tiene que comprometerse con su literatura, no sólo desde la forma, sino también desde su contenido. 


El libro de Raquel Arias es un estudio biográfico que, además de la labor propia del biógrafo en la recopilación de datos para la composición de una vida, supone un enorme esfuerzo de interpretación de un escritor que, al ritmo acelerado de la Historia, se transformó a sí mismo, al tiempo que transformaba su literatura.  


David Becerra Mayor // La Marea, nº 20 (octubre 2014), pág. 61.