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viernes, 24 de octubre de 2014

Los peces que no sabían qué era el agua



El agua que falta de Noelia Pena (Caballo de Troya)



«Érase una vez dos peces jóvenes que nadaban juntos cuando de repente se toparon con un pez viejo, que los saludó y les dijo: ‘Buenos días, muchachos, ¿Cómo está el agua?’. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un rato hasta que uno de ellos miró al otro y le preguntó: ‘¿Qué demonios es el agua?’»
            Este breve cuento de David Foster Wallace le sirve a Noelia Pena para construir uno de sus textos –¿cuentos?, ¿reflexiones?, ¿relatos reales?... dejémoslo por el momento en textos– titulado «Elegir cómo pensar». Porque, como señala la autora, «pensar tiene que ver con esa realidad obvia», con discutir el «sentido común» constituido para construir uno nuevo, uno desde el cual redefinir lo que parece obvio –y que por su obviedad apenas nombramos. Como los peces que no sabían que era el agua, nosotros tampoco sabíamos qué era el capitalismo, y navegábamos en un mar de significantes imprecisos, hablando de crisis, de corrupción, de puertas giratorias y ladrones que se lo llevan crudo, como si no supiéramos que el agua se llama capitalismo, nombrando los elementos que lo componen, pero obviando la totalidad que los provoca.
            «‘Elegir cómo vamos a pensar’ es la tarea más difícil porque nos sitúa delante de la contingencia de una realidad que dejamos de pensar como obvia», dice Noelia Pena en El agua que falta. Tal vez la literatura –no toda, sino la que quieren intervenir sobre la realidad–  puede ayudarnos a elegir la forma de pensar. Puede que si los peces tuvieran literatura, ésta les indicaría qué es el agua. O quizá no: nosotros sí tenemos y la literatura más bien sirve para poner un velo sobre el capitalismo que vivimos, que nos construye y que nos explota. Pero hay una literatura que no se resigna y trabaja para volver a nombrarnos, para volver a nombrar la realidad que nos circunda. El agua que falta de Noelia Pena rema en esta dirección.
            Pero, ¿los textos que componen El agua que falta forman en estricto una novela? Se trata de un conjunto de textos –relatos, aforismos, versos, reflexiones, breves ensayos e incluso definiciones que imitan la forma enciclopédica– que no guardan relación aparente entre sí, que no responden a la lógica narrativa de la linealidad, que carecen de una trama unitaria y, por supuesto, de personajes. El texto además tampoco invita a ser leído según un orden convencional, de principio a fin, sino que gana en su lectura aleatoria, sorprendiendo al lector que abre el libro por cualquier página y encuentra la palabra justa, la reflexión adecuada. Se lee sin continuidad, al asalto de las páginas que se abren por azar. Sin embargo nada de esto tiene que servir para descartar que en efecto estemos ante una novela. Decía Alejo Carpentier, y acaso puede aplicarse al texto de Noelia Pena, que «todas las grandes novelas de nuestra época comenzaron por hacer exclamar al lector: “¡Esto no es una novela!”». Si el lector de El agua que falta exclama lo mismo, quizá signifique que Noelia Pena ha cumplido con su propósito. Decía Brecht que «en una sociedad como la nuestra, cuyas bases se encuentran en un proceso de transformación revolucionaria, las viejas formas incapacitan a la literatura para influir en la configuración de nuevos modos de vida». Por eso la literatura –la que pretende intervenir y transformar el mundo– tiene que buscar nuevas formas, nuevos lenguajes o, como señala Noelia Pena, «comenzar a hablar es inventar una lengua que falta». Una nueva literatura quizá constituya la manera de decirle a los peces qué es el agua, pero también ha de servir para inventar otro mundo, un agua distinta: «¿Y si no se trata de lanzarnos a un río, sino de inventarnos el agua que falta?».

***
PD: con la publicación de este libro se despide de los lectores de Caballo de Troya quien hasta el momento había sido su director literario: Constantino Bértolo. Y lo hace profanando el lugar del primer encuentro entre el lector y el autor, el espacio de la sinopsis de la contracubierta. El «editor que se va y me voy y no se ha ido (...) porque el mercado es real pero la realidad no es el mercado, déjenme que les diga que ha sido un gusto y un sueldo trabajar para ustedes». Igualmente. Fue bonito mientras duró.   

David Becerra Mayor // Mundo Obrero, nº 277 (octubre 2014), pág. 27.
 



jueves, 23 de octubre de 2014

Hacer algo

2 de mayo de 1808. Madrid. El pueblo se echa a la calle. Suenan disparos por todas partes. La Plaza Mayor y la Puerta del Sol están desbordadas. Sucede en El siglo de las luces de Alejo Carpentier. Sofía y Esteban, curtidos de otras revoluciones fallidas y traicionadas, se suman a la multitud. “¡Hay que hacer algo!”, grita Sofía. “¿Qué?”, pregunta Esteban. “¡Algo!”, le responde, y sale a la calle. Simplemente había que hacer algo. No se sabía todavía qué hacer –entre otras cosas porque no habían leído a Lenin–, no se sabía hacia dónde iba a conducir ese levantamiento popular, cómo se iba a articular políticamente. Se sabía que un viejo mundo se descomponía, pero todavía eran incapaces de articular, a la manera gramsciana, una realidad nueva. Pero había que hacer algo. 


También en mayo y también en la Puerta del Sol, aunque aquel día era 15 y habían pasado dos siglos y tres años, quiso Madrid volver a ser rompeolas de todas las Españas (que diría Antonio Machado). El pueblo madrileño respondía a la crisis económica e institucional con la misma voz que Sofía, “¡Algo!”, con la ocupación de las plazas, con el debate en las calles, con su indignación y su decencia. Y se hicieron cosas. Surgió la PAH, surgió 15MPaRato, surgió la Oficina Precaria, surgieron las Marchas de la Dignidad, incluso es posible que se produjera aquello que se proclamaba: que el miedo cambiara de bando. Y surgió Podemos. Y el tercer fin de semana del mes de octubre de 2014 se ha celebrado su Asamblea Sí Se Puede para constituirse orgánica y políticamente, para demostrar acaso que Podemos no es otra cosa que la articulación política de la indignación popular espontánea del 15M, del “¡Algo!” de Sofía. 

Se ha publicado –y no se trata hoy de matar al mensajero– que se han enfrentado en la Asamblea dos posturas muy bien delimitadas: la encabezada por Pablo Iglesias y el grupo promotor de Podemos (Monedero, Errejón, Alegre, Bescansa, etc.) y la impulsada por Pablo Echenique e Izquierda Anticapitalista. La segunda le imputa al grupo promotor que con la propuesta de un único portavoz, que recuerda sobremanera a la figura del secretario general de la vieja política que combaten, no se están sino reproduciendo las estructuras políticas que han conducido al país al abismo. Y que, por consiguiente, hay que inventar estructuras nuevas para tiempos nuevos. Y seguramente tengan razón. Porque si algún día se alcanza el poder, dirán, ya se habrá construido un nuevo modelo de organización que permitirá gobernar de otra manera. Y seguramente vuelvan a tener razón. Pero sucede también que vivimos tiempos de emergencia y que hay que tener sentido de la urgencia. Que hay muchas cosas por hacer y que hay que hacerlas ahora. No se puede esperar el día en que se llegue al poder; hay que llegar al poder ahora. Y para ello hay que coger atajos. Confiar en un liderazgo fuerte que sea capaz de construir la unidad de la diferencia. La experiencia en América Latina puede ser útil: el Partido Socialista Unido de Venezuela, que agrupa muy diversas corrientes ideológicas, pudo contener la fragmentación gracias al poder simbólico de un líder como era Hugo Chávez (cuestión que por el momento Nicolás Maduro está solventado bastante bien). Algo parecido sucede en Alianza PAIS en Ecuador, donde Rafael Correa es el símbolo de unidad indispensable para que la Revolución Ciudadana no se descomponga. A veces los líderes son necesarios, sobre todo cuando la oposición trabaja día y noche para desgastar y hacer emerger contradicciones políticas en el interior de los partidos emancipadores. No olvidemos que es precisamente la unidad lo que está frenando en América Latina la llamada “restauración conservadora”. 


De nada sirve una organización horizontal y democrática si su exterior no lo es. Y no lo es cuando el poder se concentra en unas pocas manos, que son las que gestionan el capital. Se pueden pasar años discutiendo sobre el modelo de organización hasta llegar el pretendido consenso, pero mientras se habla, se argumenta, se discute, se lleva a cabo un ejercicio tan sano y democrático como es un debate abierto, la oligarquía se adelanta por la derecha y sigue trabajando al ritmo urgente que imponen los mercados. Por supuesto que hay que trabajar en organizarse de otra manera, pero lo prioritario –y lo urgente– es tomar el poder. Y hay que hacerlo rápido. De lo contrario, como se dice en El siglo de las luces de Alejo Carpentier, “más que en una revolución parecía que estuviera en una gigantesca alegoría de la revolución”. Basta de palabras, es la hora de la realidad. 



Que el liderazgo de Pablo Iglesias haya salido reforzado de la Asamblea de Podemos es una buena noticia para Podemos, pero también para el país, si de lo que se trata es de disputar el poder, no de hacer alegorías de la revolución. Porque, en definitiva, como decía Víctor Hugues, otro de los protagonistas de la novela de Alejo Carpentier, “una revolución no se razona: se hace”. Y, en efecto, no se trata de otra cosa: “¡Hay que hacer algo!”, “¿Qué?”, “¡Algo!”. 

David Becerra Mayor // La Marea (edición digital) (20/10/2014): http://www.lamarea.com/2014/10/20/hacer-algo/

miércoles, 22 de octubre de 2014

El capitalismo contado por Lope de Vega, Marty McFly y Sarkozy

¿Recuerdan cuando, una vez reconocida la magnitud de la crisis financiera global, en septiembre de 2008, Nicolas Sarkozy pronunció un discurso en el que señalaba la necesidad de refundar el capitalismo y de construir un capitalismo sobre bases éticas, con rostro humano? Sí, seguro que lo recuerdan. Cómo olvidarlo…


Las palabras del otrora presidente francés no tenían más objetivo que salvar el capitalismo, tratando de hacernos creer en la existencia de un capitalismo bueno. Había que hacerle un lavado de cara al capitalismo, apartando a los corruptos y especuladores, para comprobar que el capitalista seguía siendo el mejor de los sistemas posibles. Cuando se hizo evidente la crisis y el capitalismo mostró su más despiadado rostro, su verdadero rostro, Sarkozy debió sentir la misma perplejidad que sintió Marty McFly, el protagonista de Regreso al futuro, cuando, tras hacer unos viajes en el tiempo a bordo de un DeLorean, regresa a su presente y descubre que nada es como era. El capitalismo pop de la primera entrega de la trilogía, retratado con colores vivos, música bailable, refrescantes bebidas gaseosas e incluso la posibilidad de la rebeldía, había de pronto desaparecido. La ficticia ciudad californiana de Hill Valley era ahora un foco de delincuencia, violencia, corrupción y oscuridad. No quedaba nada de la luz y de la libertad que McFly recordaba. Incluso su casa está habitada por negros, por supuesto armados. El malvado Biff se había apoderado de la ciudad tras enriquecerse con las apuestas, después de recibir de quien decía ser su “yo” del futuro un almanaque en el que figuraban todos los resultados deportivos desde 1950 hasta el año 2000. Por culpa de Biff, Hill Valley se había convertido en un casino. La paz social de la aconflictiva Hill Valley de la primera parte, representación simbólica del capitalismo bueno, fue corrompida al subir al poder el déspota Biff. Su ascensión representa la posibilidad de la existencia de un capitalismo malo, si dejamos su gestión en manos de especuladores y corruptos; su caída final, el happy end fílmico, nos recuerda que es posible un capitalismo bueno, con rostro humano: basta con apartar del poder a personajes como Biff. En definitiva, lo mismo que dijo Sarkozy en septiembre de 2008. 


La explicación de la crisis y la reivindicación de un capitalismo bueno no es nada original; en realidad, no es más que una especie de reformulación o reescritura de las comedias neo-organicistas de Lope de Vega. Todas siguen un idéntico esquema, muy similar al trazado por Sarkozy y Marty McFly. Tomemos como ejemplo Fuenteovejuna, posiblemente su obra más leída y conocida. La trama transcurre en un pueblo cordobés llamado Fuenteovejuna, en la época de los Reyes Católicos, donde los lugareños sufren la tiranía del recién llegado Comendador, Fernán Gómez. Su abuso de poder, su carácter dominante, la mala gestión económica que hace del lugar, que deja el pueblo en escasez de alimentos, así como su costumbre de violar a las mujeres que voluntariamente no ceden a sus encantos, provoca que el pueblo se levante contra la autoridad y termine asesinándolo. Su muerte supone el triunfo de la justicia popular. La llegada, al final de la obra, de los Reyes Católicos sirve para reafirmar el restablecimiento del orden en Fuenteovejuna. 

Pero en ningún momento se cuestiona en Fuenteovejuna el sistema establecido. No cometamos el error de deshistorizar la literatura y creer que en Fuenteovejuna están las bases de la revolución popular, como a veces se ha leído esta obra. Al contrario, Fuenteovejuna es una obra en extremo conservadora. Esta obra de Lope de Vega solamente reconoce que el sistema disfunciona en algunos aspectos pero ni mucho menos se cuestiona en ella el sistema en su totalidad. Únicamente señala que hay que extirpar el cuerpo corrupto de la sociedad, aquello que provoca que la sociedad sea imperfecta y tenga sus fallas, pero asimismo se reconoce –en la misma estructura de la obra– que una vez apartados los elementos corruptos que degradan la sociedad, será posible que todo vuelva a la normalidad y todo marche según su correcto funcionamiento. En Fuenteovejuna el sistema no falla, lo que falla son individuos concretos que hay que apartar –el sistema funciona bien precisamente porque es capaz de apartarlos a tiempo, sugiere la obra–, porque como todo lo que tiene que ver con lo humano en desemejanza con lo divino, puede corromperse hasta pudrirse (es lo que separa al hombre de Dios, al cuerpo del alma, según la ideología organicista feudalizante que reproduce el texto). En definitiva, lo mismo que dijo Sarkozy en septiembre de 2008.

Pero no existe un capitalismo bueno. El capitalismo, por su propia esencia, o mejor sería decir por su propio funcionamiento objetivo, es en sí mismo corrupto. Cuando empezó la crisis parecía que Marx resucitaba, que el marxismo iba a volver a ser el instrumento más apropiado para explicar el capitalismo y sus crisis sistémicas, copando portadas, encabezando El manifiesto comunista las listas de libros más vendidos. Pero pronto nos olvidamos de nuevo de Marx y nos entretuvimos buscando a Biff y al Comendador. Desde Bárcenas hasta las tarjetas negras de Blesa y compañía, pasando por los ERE y el caso Pujol. Pero no se trata –sólo– de apartar a los corruptos para que el capitalismo nos muestre su mejor rostro y de este modo se pueda asentar sobre bases éticas. No se trata de eso precisamente porque la corrupción es parte consustancial del capitalismo. Forma parte de su estructura misma. A veces nos sacude la nostalgia y nos gusta pensar en que hubo un día en que todo marchaba un poco mejor, que sonaba música bailable, que bebíamos refrescantes bebidas gaseosas e incluso la rebeldía estaba permitida; pero no nos equivoquemos, en esos días en tecnicolor, que parecen contrastar con estos tiempos sombríos, el capitalismo no era más bueno que éste de ahora. Es el mismo. 

No nos conformemos con apartar a especuladores, a corruptos, a Biff, al Comendador, a Bárcenas. Decía Brecht que de nada vale denunciar el fascismo si no se denuncia el capitalismo que lo origina. Con la corrupción, sucede algo parecido. No se trata, pues, de terminar únicamente con la corrupción sino con el capitalismo que la genera. De lo contrario, acaso no estaremos sino regresando al pasado, no construyendo futuro. 


jueves, 16 de octubre de 2014

Colapso moral: La valla, 100 artistas en la Frontera Sur



Desde el 15 de octubre hasta el 15 de noviembre, la madrileña sala Utopic_US (Calle Duque de Rivas, 5) acoge la exposición La valla, 100 artistas en la Frontera Sur, comisariada por la actriz Amparo Climent, donde se exponen más de 40 dibujos realizados por emigrantes subsaharianos que se han tenido que enfrentar a las concertinas de la frontera de Melilla. Realizados desde el monte Gurugú, sus dibujos expresan sus sueños, sus miedos, sus vivencias. 
        Además de los dibujos de los protagonistas de esta historia, La valla se completa con dibujos y textos de artistas, escritores, ensayistas, etc., que han querido contribuir con sus obras e ideas en la causa de solidaridad que se persigue con esta exposición.
       Mi contribución ha sido este breve texto:
 
"Decía Hannah Arendt que durante el nazismo la respetable sociedad alemana en su conjunto había sufrido un colapso moral. Si bien es verdad que no todos los alemanes colaboraron estrechamente con el régimen nazi, no es menos cierto que en su indiferencia y su pasividad ante el horror, ante lo abominable de los campos de concentración y la represión sistemática, en su silencio impasible, la respetable sociedad alemana se hizo cómplice de la barbarie. La cooperación pasiva permitió que el terror campara a sus anchas.
            ¿Acaso no estamos sufriendo un colapso moral cuando contemplamos lo que ocurre en esos lugares que llamamos fronteras?, ¿no estamos colaborando con el horror?, ¿no somos cómplices de quien dispara?, ¿no estamos dando nuestro consentimiento a que se violen los Derechos Humanos con nuestro silencio? Vemos imágenes a diario, en prensa y televisión, y apenas nos conmovemos. Cuando el horror se banaliza, se desdibujan los límites que separan el bien y el mal. Se difuminan las fronteras en los conceptos morales mientras se fortalecen las otras fronteras, las que separan a los seres humanos de uno y otro lado. Los vemos trepar, sangrar, morir, pero no nos reconocemos en ellos: todavía los vemos demasiado lejos como para ponernos en su piel (una piel que parece que no es como la nuestra). Son otros, no son nosotros, y callamos. Y el silencio nos hace cómplices. Nosotros no apretamos el gatillo, pero nuestra pasividad hace legítimo el disparo.
            No permanezcamos en silencio –ellos son también nosotros– y salgamos de ese colapso moral que denigra nuestra existencia como seres humanos".

David Becerra Mayor