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miércoles, 26 de febrero de 2014

Notas y reflexiones. El desclasamiento del lector

Todos empezamos a leer con el discurso humanista en el inconsciente: empezamos a leer creyendo encontrar en la literatura un modelo de vida, una respuesta a todas nuestras preguntas, para divertirnos y para sumergirnos en otros mundos y para conocer lo que no vivimos, pensando que la lectura nos hará mejores personas, más cultas y educadas, incluso más libres y felices, y que encontraremos los secretos del espíritu humano en nuestra conversación íntima con el texto literario. Pero nada de eso ocurre. Al contrario, la literatura no es un camino ni hacia la libertad ni hacia la felicidad; más bien es un camino hacia la ilusión. Es cierto que la literatura, como el conocimiento en su conjunto, puede conducirnos a la desilusión, esto es, puede oponerse a la ilusión que la ideología dominante construye. Sin embargo, lo habitual es que la literatura, más que oposición, funcione como elemento de reconocimiento ideológico que facilita nuestra inserción en el sistema, enmascarando con un discurso aparentemente autónomo y puro el funcionamiento del capitalismo. De este modo parece que la literatura se construye como sinónimo de felicidad: la literatura ilusiona, pero suele hacerlo falseando la realidad.
     Aceptar los discursos literarios supone la mayoría de las veces asumir la ideología de nuestros explotadores. La literatura, por lo tanto, lejos de ser pura e inocente, y gozar de autonomía respecto a su historicidad y a la sociedad en la que se inserta, provoca el desclasamiento de sus lectores. El lector se desclasa no sólo porque, por medio de la lectura, hace suya la ideología de un texto que enmascara las contradicciones radicales de la sociedad en la que vive, sino también porque la literatura (o la cultura, en general) funciona como elemento de distinción social. En La insoportable levedad del ser de Milan Kundera se muestra de forma clara, por medio de su protagonista, el modo en que los lectores se reconocen y se identifican entre sí por medio de códigos literarios:

"El libro era para Teresa la contraseña de una hermandad secreta. Para defenderse del mundo de zafiedad que la rodeaba, tenía una sola arma: los libros que le prestaban en la biblioteca municipal; sobre todo las novelas: había leído muchísimas, desde Fielding hasta Thomas Mann. Le brindaban la posibilidad de una huida imaginaria de una vida que no la satisfacía, pero también tenían importancia para ella en tanto que objetos: le gustaba pasear por la calle llevándolos bajo el brazo. Tenían para ella el mismo significado que un bastón elegante para un dandy del siglo pasado. La diferenciaban de los demás" (Kundera, La insoportable levedad del ser, Barcelona, Tusquets, 2004, pág. 55).
La definición que el novelista checo hace de la literatura no puede ser más transparente, subrayando sus tres funciones ideológicas básicas: reconocimiento («hermandad secreta»), alienación («huida imaginaria de una vida que no la satisfacía») y distinción (como el bastón del dandy, «la diferenciaban de los demás»). Los tres procesos que se ponen en funcionamiento en la relación del lector con el objeto literario promueven su desclasamiento. En primer lugar, porque, por medio de sus mecanismos de reconocimiento y de distinción social, los lectores creen constituir un grupo –esa hermandad secreta de la que nos habla Kundera– que representa un oasis en medio de la vacuidad de nuestra sociedad de consumo. Se distinguen de quienes no tienen un paladar literario tan refinado, y se proclaman mesías salvadores de una cultura en peligro de extinción (recordemos los múltiples anuncios de la muerte de la literatura). Pero esta distinción no es sino falsa o imaginaria, porque no nos dividimos por lo que somos capaces de leer, sino por el lugar que ocupamos en una sociedad basada en la obtención de beneficios económicos a través de la plusvalía que generan los trabajadores. Los lectores, desclasados por llevar en el inconsciente el discurso humanista que les hace asumir que por medio de la literatura tendrán acceso a una vida mejor, tampoco escapan de la explotación. Pero duermen más tranquilos después de la lectura del endecasílabo sáfico que probablemente nunca les desvelará quién les extrae la plusvalía. 
     En segundo lugar, el lector que busca en la literatura una vía de escape de la realidad, un medio para vivir otras vidas que su propia vida le niega, no está sino asumiendo o asimilando el modelo de vida de una clase dominante que la propia literatura se encarga de sublimar. Porque, como nos recuerda Juan Carlos Rodríguez, la literatura de evasión de la prosa cotidiana es, en realidad, una forma encubierta de invasión de la ideología en la prosa cotidiana (Juan Carlos Rodríguez, De qué hablamos cuando hablamos de literatura, Granada, Comares, 2002, pág. 258). La literatura de evasión, desde el folletín histórico decimonónico hasta el best seller de la actualidad, es un eficaz aparato de propaganda de la inestabilidad: una vida de incesante emoción, de tortuosas y turbulentas aventuras y pasionales historias de amor, resulta posiblemente, para el lector inocente, más atractiva que su vida prosaica, y acaso estable, marcada por el ritmo impuesto por los horarios de la fábrica o la oficina. Esta literatura que, durante el periodo en que dura el ejercicio de lectura, conduce al lector a vivir una vida colmada de emociones, seguramente ha contribuido a crear el poso ideológico en el que la clase política se ve legitimada para afirmar que un puesto de trabajo fijo durante toda la vida conduce a la monotonía y al aburrimiento, y que es «más bonito cambiar y tener desafíos», como dijo el tecnócrata convertido en primer ministro italiano Mario Monti (Público, 2 de febrero de 2012).

Fragmento de David Becerra Mayor, Raquel Arias Careaga, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz, Qué hacemos con la literatura, Madrid, Akal, 2013,  págs. 21-22.

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