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jueves, 30 de enero de 2014

Literatura de anticipación - publicado en @lamarea_com

LITERATURA DE ANTICIPACIÓN


(La crítica literaria sufre las prisas que impone el mercado. Siempre anda a remolque de unas novedades que rápidamente dejan de serlo al ser sustituidas por otros títulos más novedosos. El tiempo de rotación capitalista, cada vez más acelerado, provoca que la esperanza de vida de un libro se haya reducido ostensiblemente. Si el libro no logra adaptarse a las pautas del mercado editorial sufrirá la condena del escrutinio posmoderno. Si el cura y el barbero del capítulo sexto de El Quijote condenaban a la hoguera aquellos libros que faltaban a la verdad sacralizada del horizonte ideológico organicista, el capitalismo condena al fuego inquisidor del mercado aquellos libros que no logren cumplir con la única verdad del capitalismo: la rentabilidad, el dinero. La crítica literaria, lejos de oponerse a la urgencia del mercado, parecía estar soñando con una cerilla y un bidón de gasolina para avivar las llamas del fuego inquisidor. Pero ha llegado la hora de pensar de otra manera. Decía Walter Benjamin, mediante la metáfora de una locomotora en marcha, que la revolución no perseguía el descarrilamiento del tren, haciendo aumentar su velocidad; al contrario, la revolución tiene que evitar que el tren descarrile, echando el freno de emergencia. Ha llegado la hora de que la crítica literaria no se someta a los dictados siempre cambiantes del mercado, a sus novedades solapadas por nuevas novedades. Se trata de seguir nuestro propio ritmo, de reflexionar de un modo más detenido, sin prisas, de pensar la literatura a fuego lento. Suplementos culturales que parecen catálogos de ventas, el lector podrá encontrarlos en otro sitio. Aquí no queremos descarrilar. Hemos echado el freno de emergencia. Hagan las maletas, no olviden nada de lo que consideren indispensable, el viaje es largo, pero agárrense fuerte, cuando queramos detenernos echaremos el freno de emergencia. Primera estación: «Hacia una literatura de anticipación»).    
¿Puede la literatura cambiar el mundo? Esta pregunta no sólo parece que sea el inevitable punto de partida en toda discusión acerca de las relaciones entre literatura y realidad, sino que además, e independientemente de cuál sea su respuesta, si afirmativa o negativa, siempre va a ser el preámbulo de un enconado debate. Quienes responden afirmativamente le atribuyen a la literatura un poder órfico y sostienen que, como el dios de la mitología griega con su lira, la literatura tiene el poder de cambiar el curso de los ríos. Quienes opinan lo contrario y arguyen que la literatura difícilmente podrá transformar el mundo, negando que por sí misma tenga la capacidad de conducir a la humanidad hacia su emancipación última, inmediatamente se les tilda de escépticos posmodernos. Quizá es el momento de plantearnos si acaso la pregunta está mal formulada.
            No sé si hoy la literatura puede hacer gran cosa para cambiar el mundo, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que debemos exigirle a la buena literatura que ella sí se lo crea. Porque solamente creyendo en sus posibilidades tratará de situarse en los límites del discurso dominante, de bordear sus aristas, para tratar de subvertirlo. Pero, además, la buena literatura tiene que creerse capaz de objetivar la realidad histórica que habitamos, y cuando hablo de objetivar hablo de visibilizar la ideología que nos explota, de desnaturalizar lo que hoy parece sentido común pero no es más que una forma de dominación. Si no podemos pedirle a la buena literatura que nos abra el futuro, debemos reclamarle al menos que logre anticiparlo. En este sentido, son paradigmáticas dos novelas que, aunque distintas entre sí y bastante alejadas en el tiempo, comparten ese componente de anticipación al que no debe nunca renunciar la buena literatura. Me estoy refiriendo a La mina de Armando López Salinas y a El padre de Blancanieves de Belén Gopegui.
            La novela de López Salinas, que fue publicada en 1960 tras quedar finalista del Premio Nadal y que es una de las novelas más significativas del realismo social español, ofrece, a partir de la descripción de la vida de ocho mineros, un fidedigno retrato de la explotación que, en la década de los sesenta, hizo posible el denominado «desarrollismo» español. Pero, ¿a costa de qué o de quién fue posible el «milagro» económico que experimentó la España del medio siglo? El precio lo pagaron los mineros con enfermedades respiratorias, con dolencias físicas, con una vida marcada por la precariedad y con la muerte. No sólo sus bajos salarios facilitaron un rápido proceso de acumulación económica por parte de la clase capitalista, extrayendo la plusvalía de la fuerza de trabajo de los mineros, sino que a su vez La mina de Armando López Salinas nos recuerda que esta acumulación fue también posible a causa de las deficientes condiciones de seguridad en las que se vieron forzados a trabajar los mineros: la Empresa, en mayúscula, tal y como aparece en la novela, decidió no invertir en seguridad para, precisamente, lograr un mayor beneficio en la actividad extractivista. Las consecuencias son evidentes e inmediatas: los maderos crujen y amenazan derrumbe. Cuando reclaman ante la empresa y ésta hace caso omiso de sus protestas, los mineros no pueden sino empezar a pensar en organizarse, en plantarse, en la huelga como instrumento de lucha. Pero no llegan a tiempo y mueren aplastados antes del inicio de la batalla.
            La crítica literaria, que ha desacreditado La mina por medio de un discurso pretendidamente estético que en realidad oculta un gran prejuicio ideológico hacia el realismo social, se apresuró en indicar que esta novela pecaba de ingenuidad: resultaba a todas luces increíble que en 1959/60 la clase obrera española se planteara siquiera la posibilidad de organizarse colectivamente, de pensar en la protesta para exigir la ampliación de sus derechos, cuando el miedo de la guerra todavía pesaba como una losa. Eso sólo podía pasar por la cabeza de un escritor comunista como López Salinas. Pero el tiempo puso a cada uno en su sitio y demostró lo poco atinadas que eran las razones que esgrimieron los críticos contra La mina, una novela que no sólo no era ingenua, sino que terminó siendo una gran novela de anticipación. Solamente dos años después de su publicación, en 1962, tuvo lugar en las minas de Asturias la primera gran huelga obrera que hizo tambalear los pilares de la dictadura franquista. Parece que López Salinas no iba tan mal encaminado como nos hizo creer la crítica.
           Más recientemente hemos conocido un caso similar. Cuando Belén Gopegui publicó en 2007 El padre de Blancanives, la crítica volvió a hacer gala de su miopía ante otra gran novela de anticipación. La novela de Gopegui está protagonizada por unos jóvenes que buscan emprender una lucha política en las relaciones mismas de producción. El objetivo de su lucha consistía en hacer política en el puesto de trabajo y tratar de transformar el mundo desde el lugar en el que se producen las mercancías. Su propuesta nada tenía que ver con la lucha obrera tradicional. Para llevar a cabo su acción política, los personajes, fuera de partidos políticos y sindicatos, se reunían en asamblea, en una estructura organizativa horizontal, verdaderamente democrática. La crítica, además de lamentar el modo en que Belén Gopegui sacrificaba su talento al poner la literatura al servicio de una causa política, de hacer de la literatura un sermón, acusó a la escritora de nostálgica, de hablar de una juventud que ya no existía, de estar cometiendo un anacronismo al hacer pasar como un acontecimiento del presente una forma de organización política que había desaparecido en la década de los setenta. Pero como ocurrió con La mina, la crítica volvió a quedar en evidencia y El padre de Blancanieves demostró que una buena novela, con capacidad de análisis y lucidez, puede anticipar el futuro: cuatro años después, tuvo lugar el 15M, cuya forma de organización se asemeja mucho a la que mostraba Gopegui en su novela. No es que los jóvenes de Sol hubieran leído El padre de Blancanieves y, para organizarse, se inspiraron en los personajes que habitaban sus páginas. No. Simplemente en la novela de Gopegui estaba el germen, el malestar de una sociedad que empezaba a buscar la política en otras partes, a hacer política en otro lugar, situándose en los márgenes de los centros de poder. Belén Gopegui lo buscaba en la literatura y la ciudadanía lo encontró en las plazas. Supo anticiparse y advertirnos que «la catástrofe se acerca: están dispuestos a arramblar con todo».
¿Puede la literatura cambiar el mundo? Quizá es el momento de plantearnos si acaso la pregunta está mal formulada. Porque la buena literatura, si no es capaz de abrir el futuro, al menos tiene que trabajar para anticipar el mundo que vendrá. Para que sus lectores estén alerta y puedan saber lo que les espera. Lo que nos espera. 

David Becerra Mayor / Publicado en el número 11 de La Marea, 2013, págs. 56-57.



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